La laguna de
Chascomús se secó. Venían de pueblos aledaños para ver el testimonio de la
seca. Ni un charco. Tierra partida y los pescados, muertos por asfixia, todas
familias de pejerreyes. Ema convocó a sus amigas y vecinas, las Señoritas
Vidaurrázaga y a sus vecinas y amigas de Buenos Aires, las Señoritas Wilson.
Todas arribaron en tiempo y forma, las de Buenos Aires, tenían tierra en polvo
sobre todo su vestuario. Se lo quitaron los abanicos y las pantallas de papel
de toda la casa.
Un chofer de un
Ford-T, único propietario de un auto con seis asientos, se detuvo en la casa.
Ema lo requería para viajar hasta el cementerio o visitar a su hermana
Esmeralda, que vivía dentro del pueblo, seis cuadras, a su hermano Alberto que
vivía a cuatro cuadras. Ella jamás caminó más de cuadra y media, le daba
vértigo, decía. Olvidó invitar a Laura, su hermana menor, que convivía con
ella, o mejor, que vivía para ella. Laura no le dio importancia, se puso el
vestido que le diseñó Madame Eclectique, la mejor alta costura de Chascomús, no
por su buen diseño, sino porque era muy alta, Madame Eclectique. Ascendieron al
auto, fue una suerte que las Wilson fuesen tan menudas, apenas entraron.
Al llegar al
borde de la laguna, fueron bajando de una en una, menos Ema, que levantó su tul
de incógnito y pidió que subieran, ya comenzaría la travesía. Ninguna quiso,
tenían náuseas, dijeron algunas. Laura pensó que era un gesto de locura cruzar
ese desierto, lleno de pescados muertos. Ema la miró desafiante y autoritaria,
como cuando eran chicas. Las amigas presenciaron aquella afrenta, que terminó
con un “– Dejate de joder, Ema. Si a vos te gustan las aventuras, a mí me
gustan los jazmines.” Ema bajó su tul y tocando el hombro del chofer con tres
golpecitos de punta de sombrilla, le pidió que cruzara hasta el cementerio.
Al Ford le costó
arrancar de nuevo, todavía sonaba en sus oídos la frase de la Señorita Laura,
educada y sumisa, había desafinado con el: “Dejate de joder”.
El auto andaba derecho
y luego se bamboleaba.
Ema saludaba,
con su chal chino de todos colores, pero con la polvareda, se veía todo marrón
clarito. Le pasaron los prismáticos a Laura, que dijo: “No, gracias” y agregó
que detestaba las personas que daban espectáculos ridículos y públicos.
Cuando Ema
arribó, se paró en el pescante y saludó como una reina, sobre todo al fotógrafo
del diario local. Hasta las amigas estaban rojas de vergüenza ajena y Laura de
la propia, porque se trataba de su hermana. Decidieron volver a su casa a pie,
podían respirar tilos, madreselvas, jazmines, magnolias, todos estos olores,
disminuían las histerias del atardecer. Ema ya estaba en casa. El Ford en la
entrada, las puertas abiertas, una botella de champagne en la mesa, la vitrola
en un charleston. Aparecieron ambos por la izquierda y sonreían cómplices. El
chofer bailaba como el dueño de la empresa de choferes y Ema había vuelto a los
diecisiete. Él tomó una copa de champagne con cada una y con cada una bailaba
una pieza y terminaron la noche con el chofer, de pieza en pieza.

No hay comentarios:
Publicar un comentario