─Yo pienso venir
al humillante trámite de supervivencia hasta los ciento veinte años.
Don Juan la
miraba risueño:
─Bueno, el día
que no nos veamos ya sabemos que la superviviente es usted.
─Que no le quepa
duda, vengo de una familia de ciento y pico. Cuando me muera será por hartazgo.
Don Juan, que
iba por los noventa, siguió a Carmen Vidurria de noventa y cinco:
─¿Vamos por ahí?
Don Juan no
sabía dónde quedaba por ahí ni por allá, hacía tiempo había perdido la memoria
de ese espacio. Por esta dificultad, confundía el inodoro con el zapato. La
calle los recibió con motos y autos. Él la tomó del brazo y ella lo llevaba del
hombro. La velocidad de la calle les era conocida, pero ambos miraban fuera de
ellos, tantos salvajes juntos, parecían querer expulsarlos de la vida.
Iban enlazados
como troncos de glicina y llegaron “ahí”. Donde las verbenas. Los espliegos y
robles sirvieron al descanso de los viejos, que recostados pusieron en orden
los latidos de sus taquicardias. Un agente del desorden, pidió que se retiren
porque ese sitio era público.
Carmen Vidurria
dijo:
─Usted mismo lo
ha dicho, es público, debió confundirse de orden, vaya mijo, vaya.
Terminaron en la
cama de Don Juan, les llevó tiempo desanudarse y el doble, desnudarse.
Recordar cómo
era, les resultaba imposible.
Él no sabía qué
tenía que poner dónde y ella olvidó sus zonas erógenas. Se abrazaron y el
recuerdo emergió. Carmen Vidurria despertó a Don Juan, le propuso un matutino.
Claro, pensó él como ella no tiene que hacer nada, piensa que yo sí debo.
Además, no
recuerdo qué pasó y mucho menos cómo se hace.
─Bueno, ─dijo
Carmen Vidurria─ entonces tomemos unos mates. Para mí es lo mismo.
Ella trató de
rescatar la memoria nocturna, sin éxito:
─Don Juan, voy a
casa, me siento agotada, nos vemos en tres meses, es tiempo suficiente para
reponerse.
Cuando llegó el
día, Carmen Vidurria se vistió como para un casamiento. Sombrero de paja de
Italia, con el jardín de los cerezos cayendo en sus hombros, vestido de seda
gris, con una cinta roja en la cadera.
Le dieron el
certificado de supervivencia, antes le tomaron la temperatura, si estaba fría
no lo podían otorgar. Carmen Vidurria, mirando a ver si lo encontraba, escuchó
una señora muy aseñorada:
─Usted busca al
Señor Don Juan, él falleció hace una semana.
Ella la miró como si el mundo hubiese dejado
de girar:
─¿Y no dejó nada
dicho para mí?
La mujer
aseñorada preguntó su nombre:
─Sí, dejó un
mensaje para usted, aquí está: “Querida
Carmencita, lamento haber partido antes que vos y lo que más lamento, es
que ya, me acordé cómo se hacía”.

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