El más alto de la
familia Baster era el reloj de péndulo. Los chicos temían las campanadas, en
especial las doce, que se hacían interminables. A pesar de sus años andaba como
hecho ayer. Todo el tiempo esperaba las
manos ásperas, del más viejo de la familia que le daba cuerda. Lo agradecía
como inyecciones de vida. Andaban sus más pequeños, los segundos y las horas
que rodaban los números romanos.
A cada hora,
siempre le faltaban doce horas.
Hubo varias
generaciones de abuelos, que jamás olvidaron que sin girar la llave, el reloj
dejaría sus tictaes y su vida en una bóveda oscura con vidrios biselados,
esmerilados de mugre y el péndulo, un suicidado sin brillo. La familia Baster,
del siglo XXI le lustró el péndulo, los vidrios, las maderas y el círculo
numérico. Le serrucharon los pies, un detalle de la modernidad. Él sufrió un
poco la ausencia de piernas, como no caminaba porque nadie le daba cuerda, le
dejó de importar.
Apareció en la
familia un hijo relojero llamado Doctor Kiton Baster, hábil y audaz realizó una
microcirugía en el interior del reloj, sin anestesia, era duro y se la bancó.
Fue un milagro, lo puso a funcionar en su totalidad y el reloj, que seguía
siendo el más alto de la familia Baster, hizo tronar las campanadas y las horas
tuvieron un asociado nuevo, el Servicio Meteorológico. El reloj estaba tan
feliz que era capaz de andar sin cuerda. El Doctor Kiton Baster partió de la
casa a trabajar en Suiza. Su madre detuvo el péndulo, decía que le molestaba
para dormir. Torció las agujas, para no escuchar los tictaes, la ponían
nerviosa. Le serruchó el techo, dijo que era demasiado trabajo su limpieza.
Después siguió con los vidrios, quiso sacar el redondo con una gubia grosera.
No pudo. Lo intentó con el vidrio vertical. No pudo. El reloj escuchó cómo la
señora Baster llamó a un carpintero para deshacerlo por completo la tarde
siguiente. La señora se acercó al reloj con gesto triunfal y él se le fue
encima.

No hay comentarios:
Publicar un comentario