Todo lo que pide, Martita lo alcanza y se lo
da, desganada. Si da risa que alguien en una silla de ruedas, no pueda
prescindir de que le acerquen puchos, ceniceros, la lleven al baño, le limpien
el culo. Martita le tiene un odio importante, más grande que la silla de ruedas
y el alguien que allí está, pidiendo a los gritos, las pastillas. Martita
prepara las pastillas y como en un sueño, le agrega las nuevas pastillas que
compró, ella misma, en la farmacia. Alguien le da las gracias, exagerada, como
los drogadictos, piensa Martita.
Se las toma de
un trago, ni mira cuantas mete en la boca.
Martita se va
enseguida, cierra todas las puertas y las ventanas. Se lleva varias prendas de
alguien y unos dólares.
Cuando el taxi
se aleja, el oxígeno, es un regalo.

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