Leo Fisbein huyó
del hambre que cubrió Alemania. Desembarcó en Buenos Aires, tocó el violín en
el barco junto a otros músicos. Le dieron una moneda grande a cada uno.
Le brillaron los
ojos cuando vio el boliche.
Tomó asiento en
una mesa. Le trajeron un puchero que le hacía cantar las tripas, se cruzó de
brazos, vino la dueña:
—¿No es del
agrado del señor, esta comida?
Leo, sin
entender le dijo en un castellano chapucero, que aprendió en el barco:
—No tengo ni el
recuerdo de una papa echando vapor. No comí aún, pero está rica, rica. Voy a
esperar al resto para empezar.
La dueña le
explicó que no había otros comensales, eso y señaló la fuente, es sólo para
usted, señor. Le sirvió ella misma, cortó las papas y la carne del puchero. Lo
vio semiderruido.
A Leo le temblaban
las manos en los cubiertos.
Abrió la boca y
comió sin parar durante cuarenta y cinco minutos. Cuando su estómago dijo
basta, Leo miraba el puerto, el inmenso barco. Hubo algo más. Vio su cuerpo
reflejado en la vidriera, sacó el violín y llenó el lugar con el agradecimiento
que no tiene idiomas. La dueña, el cocinero y el ayudante, en estado de gracia,
miraban las cuerdas con lágrimas de colores. Leo por primera vez, en años,
sonrió.

No hay comentarios:
Publicar un comentario