Las chicas
andaban pataperreando en los shoppings: “Yo te Oferto”. Desde la mañana, con
sus valijas colgantes, hombres de bronce, ojos tímidos y miedo al fondo.
Ocupaban lugares que estimulaban la venta de collares, pulseras, colgantes,
anillos y todas esas porquerías que les encantan a las mujeres.
Superior a la
compra es la charla, una tilinga le pregunta cosas personales:
—Madame, Senegal
es una montaña de pobreza, con niños seguidores
de panzas redondas, llenas de nada, existe la esclavitud con cadenas.
Hay alegría también, hacen recitales, de corazón, Amadou et Mariam, esos días
olvidamos los tormentos y la música invita a danzar, tres días consecutivos sin
memoria.
La mujer estaba
prendida del relato, mientras elegía collares y pulseras:
—¿Vos aceptarías
comer en mi casa, hoy por la noche? Es aquí a la vuelta, la casa de las
palmeras.
El senegalés le
sonrió, sandía:
—Allí estaré
Madame, merci.
Ella prendió
velas por toda la casa. Comieron salmón a la parrilla y una orquesta de frutos
de mar, terminaron el Champán en la habitación. Mientras Senegal la recorría de
norte a sur, con el clásico final, la mujer abajo, Senegal arriba. Llegando a
la curva final, abrió la puerta el marido de Madame:
—¿Se puede saber
qué estás haciendo?
Lo miró entornado
y murmuró:
—Pasale la
lengua por la espalda, despacio, es quisquilloso y tan gostoso.
Al esposo
también le pareció gostoso. Pidió a Madame, que los dejara solos.

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