Iba con mis
Abuelas de vacaciones y no me dejaban jugar con los hijos de los peones. Decían
que tenían feas costumbres, sucias costumbres.
A los doce seguí
escribiendo historias del campo, con lenguaje citadino.
—Nos gusta que
vengas seguido, el ojo del amo engorda
el ganado.
Me parecieron
palabras esclavistas y los reuní a todos, les autoricé la casita vieja, para
terminar el hacinamiento y la ganancia de cuatro parcelas, para cultivo y
pastoreo de media docena de ganado vacuno.
En medio de
tanto silencio y amaneceres de pájaros y mugidos, tenía espacios en la cabeza,
que promovían ideas para mis cuentos. Cumplí mis estudios de Letras a Distancia
y viajaba a Buenos Aires para los finales.
Mis Abuelas
ancianas percibían ciertos cambios que los atribuían a la habilidad de su
nieta. Algunos días me reunía con los peones, sus mujeres y niños. Comíamos
juntos. Daba placer escuchar bombo y guitarras, las risas de los chicos.
—Nena, estuvimos
pensando que pasaras más días en Buenos Aires, sino te vas a quedar para vestir
santos o peor, casada con un peón, te suponemos sensata. Tus dos libritos se
vendieron bien.
Pensé en el asco
de Bs As y en los amigos de allá, cuyo único objetivo, era el dinero. Yo no
tenía buena comunicación, ni ellos conmigo, antes de pasar una tarde en un
Country, prefería tomar mate bajo el ombú, el perfume de los aromos y las
mujeres sencillas, intoxicadas de eses, pero con historias de vida que usaba en
mis cuentos. Después les leía algunos, donde aparecía la historia de una.
—Qué lindo que
sale ahí, donde lo escribiste, es lo que te conté pero con palabras más
lujosas.
Y otra decía:
—A mí me gusta
cuando usás mi nombre, pero me da vergüencita, ¿vistes?
Eché raíces en
ese lugar, aprendí a cambiar ruedas de tractor, gracias a Cayetano que me
enseñó. A mí me sudaba la cara y él sacaba un trapo de por ahí y me secaba la
frente. A la siesta, como decía Cayetano, íbamos al tanque australiano, quedaba
lejos y nos metíamos con ropa y todo.
Mis Abuelas no
vinieron más.
—Mirá, Nena,
estamos muy ancianas para tanta zarandaja, alguna vez venite vos.
Caminando entre
girasoles, un día nublado iba con Caye, (le decía así para abreviar su nombre),
se largó a llover, perdí una alpargata y el resbalón me hizo caer encima de
Caye, fue la primera vez que le vi los ojos, siempre andaba con una boina
enjaretada. Me quise morir, eran iguales al mar tranquilo, se vio que no me
quería ayudar a salir de encima de él, me apretaba fuerte y el pecado original
se hizo presente.
Cuando mi panza
no se pudo disimular, se produjo la boda, los dos quisimos que fuera diferente
a todas. Vino el Cura del Pueblo, nos vestimos de blanco. Hicimos la plancha en
el tanque australiano, cubierto de pétalos de rosa.
El Cura decía:
—Nunca asistí a
una boda acuática. Después de esta herejía, si me permiten, soy un ser humano
con calor.
Y se tiró al
agua con sotana y todo.

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