domingo, 16 de julio de 2023

VERSIONES

 

   Los adolescentes que se juntaban en el único café del Pago Chico, formaron una orquesta.

   Algunos fueron a un conservatorio de Buenos Aires y al no poder sostener una pieza de pensión volvieron al Pago Chico. Enseñaron a sus amigos a ejecutar algunos instrumentos. Aprendieron más por intuición escuchando en la única vitrola de Pago Chico.

   Le daban al puro tango y el bandoneón era el rey, junto a un violín llorón y dos contrabajos. El piano añoso lo tocaba el dueño del boliche, mal pero tocaba.

   Había un proxeneta que hacía trabajar a siete prostitutas. Las tres piezas de la casa vieja les servían para turnarse lo clientes. Ejercían por monedas, media hora, una o quince minutos los más pobres. Eran amigas o enemigas, según las circunstancias que se presentaban. O se agarraban de los pelos o se besaban en la boca.

   Un día apareció en un auto viejo, el único policía de Pago Chico.  Le decían Sargento Severo, porque ese era su nombre.

   ─Los conozco a todos ustedes desde que eran chicos. No sé si sabrán que apareció una mujer asesinada en medio de un pajonal donde empieza el puente. Estaba bien vestida, enjoyada y un sólo taco alto. Están buscando el otro, pero no lo encuentran. Fuimos a anoticiar a los padres, los de la finca grande que se ve en el horizonte. Los dos se abrazaban, se gritaban o lloraban. Había algo extraño en sus conductas. Decía la madre: “Yo le avisé que no se metiera, era un bicho raro y feo aquel tipo. No me hizo caso, nunca me hizo caso, me odiaba. Una vez cerró la puerta del auto con mis dedos adentro, quedé con dos dedos inmóviles, para siempre. Cuando se iba no me daba un beso y mentía que iba a la Universidad. Por eso viajaba tanto. Al padre lo amaba, parecían novios.”

   Severo bajó la vista y la madre tenía puesto el otro zapato de su hija.  

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