Los adolescentes que se juntaban en el único
café del Pago Chico, formaron una orquesta.
Algunos fueron a un conservatorio de Buenos
Aires y al no poder sostener una pieza de pensión volvieron al Pago Chico.
Enseñaron a sus amigos a ejecutar algunos instrumentos. Aprendieron más por intuición
escuchando en la única vitrola de Pago Chico.
Le daban al puro tango y el bandoneón era el
rey, junto a un violín llorón y dos contrabajos. El piano añoso lo tocaba el
dueño del boliche, mal pero tocaba.
Había un proxeneta que hacía trabajar a
siete prostitutas. Las tres piezas de la casa vieja les servían para turnarse
lo clientes. Ejercían por monedas, media hora, una o quince minutos los más
pobres. Eran amigas o enemigas, según las circunstancias que se presentaban. O
se agarraban de los pelos o se besaban en la boca.
Un día apareció en un auto viejo, el único
policía de Pago Chico. Le decían
Sargento Severo, porque ese era su nombre.
─Los conozco a todos ustedes desde que eran
chicos. No sé si sabrán que apareció una mujer asesinada en medio de un pajonal
donde empieza el puente. Estaba bien vestida, enjoyada y un sólo taco alto. Están
buscando el otro, pero no lo encuentran. Fuimos a anoticiar a los padres, los
de la finca grande que se ve en el horizonte. Los dos se abrazaban, se gritaban
o lloraban. Había algo extraño en sus conductas. Decía la madre: “Yo le avisé
que no se metiera, era un bicho raro y feo aquel tipo. No me hizo caso, nunca
me hizo caso, me odiaba. Una vez cerró la puerta del auto con mis dedos
adentro, quedé con dos dedos inmóviles, para siempre. Cuando se iba no me daba
un beso y mentía que iba a la Universidad. Por eso viajaba tanto. Al padre lo
amaba, parecían novios.”
Severo bajó la vista y la madre tenía puesto
el otro zapato de su hija.

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