Vivía tranquila
con un gato mimoso, acostumbrada a mi cama, mi cocinita escondida. Nunca me
sentí sola y el lugar satisfacía todas mis expectativas.
Estaba
desordenado, pero yo sabía dónde vivía cada cosa, lugares absurdos, pero
fáciles de encontrar. Conocí un chico en el micro, era un micro lechero, de los
que paran a cada rato por problemas mecánicos. Yo hablaba de tanto vivir sola,
él me escuchaba con mucha atención, cuando me quedó la boca seca, empezó a
hablar él. Contaba lindas historias. Me invitó a salir y acepté. Ya era tiempo,
nunca me dio por el sexo, lo tenía suprimido, entre leer y escribir era
suficiente.
Con este tipo
fue distinto, dormimos en mi casa el día que nos conocimos. Tenía una amiga que
me decía:
—Encontrá
alguien que te guste mucho, antes que te alces y te acuestes con cualquiera.
Nino se quedó en
casa un día, a los dos días volvió con un cepillo de dientes y una tohalla
deshilachada. De a poco fue trayendo su ropa. Después de seis meses me di
cuenta que su cepillo de dientes no lo usaba.
—Prefiero
lavarme con el tuyo y cuando se abran las cerdas, empezamos a usar el mío, es
nuevito, sin usar.
Le expliqué lo
de las bacterias, el contagio de las caries, si uno tenía angina, el otro se
contagiaba. Me contestó que con mi criterio no nos besaríamos más, era tanto o
más contagioso, la lengua tragaba cosas, que con el cepillo no sucedía. Sobre
todo si practicábamos posturas del Kamasutra.
Un día no
encontré ni la compu ni mi Clase grabada. Miré por la ventana y estaba Nino en
mi escritorio, que había sacado al jardín.
—Pará un poco
con la invasión, usá tu compu, si está rota llevala a arreglar.
Me miró con ceño
fruncido.
—No tenés que
ser tan egoísta, después de todo si la mía no funcionó, uso la tuya, la
necesito para mi examen. Y pensá un poquito, hace cuatro días que llevás puesto
mi sweter rojo y el olor a chivo se siente cada vez que pasás.
Su enojo me
pareció cosa de guarro, él cambió cosas de lugar, mi ropa, mis libros, jamás
encontré mi cepillo de pelo, ni el peine, ni la planchita. Justifiqué todo,
pensando que la convivencia era así, por eso tantas chicas como yo, se fueron a
vivir solas.
Pero Nino tenía
sus cualidades, que antes no me ocupaban la cabeza. Hacía el amor como un
experto, sabía escuchar los deseos de una mujer. Un día lo eché de casa, porque
me hartó que no fuera capaz ni de lavarse el calzoncillo.
Al mes lo tuve
que llamar, me hice cuatro pruebas y todas dieron positivo.
—Nino, te hablo
para informarte que estoy embarazada y vos sos el Padre.
Se escuchó una
risa de mujer.
—Me alegro que
vayas a tener un bebé, pero aunque yo sea el Padre, a mí me gustan los chicos
al horno o a la sartén. Además vivo con una mujer, en una casa más grande y más
linda que la tuya, me permite hacerle de todo, por ejemplo algo que vos nunca
quisiste, puedo usar la parte de atrás, donde la espalda pierde su nombre.

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