En tercer año de humanidades, ni Pablo ni yo,
podíamos pagar alquileres separados, era mi mejor amigo. Decidimos vivir juntos
en un solo departamento. Estudiábamos y a media noche cada uno a su cama. Hasta
que de amigos a compañeros devinimos en una pareja y dormíamos juntos.
Pablo amaba el futbol, yo lo detestaba, no a
Pablo sino al futbol. Los domingos Pablo no me hablaba, escuchaba partidos todo
el día con esos cablecitos diabólicos metidos en sus orejas. Peor fue al
principio, los miraba por televisión y gritaba los goles o puteaba jugadores,
arqueros, de medio campo, referís y a todos los que amaban la pelota.
Una noche decidí pedirle que me dejara el televisor
para mí. Veía películas de Netflix que a veces daban sueño y otras despertaba.
Las primeras me hacían dormir siestas largas.
Un día, el padre, le regaló un televisor
chico que lo puso en el lavadero, otro lugar no había.
Tuvimos un hijo varón y lo llamamos Godo.
Desde chico miraba partidos con su padre. Lo que más le gustaba era gritar los
goles. Cuando el Mundial, fuimos los tres a la cancha. Pablo compró plateas. Yo
también me entusiasmé. Cuando íbamos ganando me emocionaba.
No alcanzó a ser eterno mi entusiasmo, era
la década infame donde murieron mis dos hermanos, mis mejores compañeros y
treinta millones más.
El futbol no alcanzó a tapar las tropelías
de los asesinos. Después vinieron por Pablo y por mí. A Go lo dejamos con una
vecina. No lloré nunca, no les quise dar el gusto.
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