sábado, 1 de julio de 2023

MARTITA

 

   Era más puta que las gallinas.

   Se la había agarrado con su nariz. Le parecía grande y antigua. En tres años se operó cuatro veces, hasta convertirla en un porotito picudo.

   Pero tan picudo, tan picudo, que en una quinta visita al cirujano le llenaron la punta con botox.

   Lo que más atormentaba a Martita era el paso del tiempo y la envidia.

   Para vencer estos demonios, enfundaba su culo enorme en unos pantalones rojos elastizados que le juntaban el desparramo y se lo ponían como enfrentando a cualquier vidente.

   Se jactaba de no usar bombacha, decía que los elásticos arruinaban la redondez (que ella imaginaba perfecta) de su trasero.

   Todo en ella era color rojo. El pelo, un pañuelo estilo Annie Okley, rojo.

   Remeras con lunares, o rayas o bordados absolutamente rojos. Las uñas, la boca y las sandalias, al tono, rojas.

   Tenía un marido fijo, un novio definitivo, un amante para siempre y veinticinco “amigos” (decía ella) que la amaban hasta la muerte y le pagaban muy bien.

   Un seis de enero,  como regalo paradojal, le pegaron cuatro tiros en la puerta de su casa, a la hora de la siesta.

   Dos dieron certeros en el pecho de un adolescente que charlaba tímidamente con Martita.

   Los otros dos le dieron a ella, en el codo derecho y el culo respectivamente.

   El joven murió a los dos días de la tragedia.

   Martita se compuso, luego de cinco intervenciones en el brazo y tres en el glúteo derecho.

   El que disparó resultó ser un amante, ex policía, que odiaba a los pendejos.

   Se hicieron arreglos para que el tipo saliera de la cana.

   Lo encerraron en Melchor Romero, en el sector de pacientes ambulantes.

  Martita sigue vistiendo riguroso rojo. Su mirada es triste, no habla con nadie y cuentan que el miedo no la deja dormir.

   Ahora le preocupan dos cosas.  El loco, que se la tiene jurada. Y que ya, no le pagan como antes.

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