El ascensor era
un conflicto permanente cuando llovía día por medio. Ella entraba en piloto y
botitas animal print, correcto, la mina era un animal. Su idioma consistía en
monosílabos o tos seca bien agarrada, hasta silbaba bichofeo cuando subía él,
que vivía en el mismo edificio, un piso más abajo. Éste, nublado o con sol
usaba paraguas. Bajaban o subían a la misma hora todos los días, fines de
semana también. Él odiaba esa vecina y ella no le hacía nada. Olvidó con los
años, el tema “Let It Be”. Una mañana de Domingo, él le pidió a Dios y eso que
era ateo, que no bajara la mina de arriba, madrugó.
A las seis
estaba de pie, no perpendicular al piso, oblicuo, el paraguas lo ayudaba a
mantener la vertical perdida en la noche, por el vino y otras yerbas. Entró en
el ascensor sin mirar, sintió el olor a perfume vencido. ¿Quién sino ella?
Las medidas del
ascensor eran inhumanas, estaba hecho con montaplatos reciclados. Bajaban o
subían sólo dos personas, codo a codo y verso a verso. Es decir, Buenas Tardes,
Buenos Días, Buenas Noches. No se podían agregar otras palabras, porque perdían
el oxígeno del engendro. Ya dentro del ascensor, sin proponérselo, metió la
punta del paraguas sobre los dedos de la vecina en ojotas, le hizo un agujero
notable, la sangre brotaba como un géiser, se detuvo el microascensor entre
piso y piso. Él sacó de su bolsillo pañuelitos Elite y se los alcanzaba por el
hombro, ella con voz de abeja, le preguntó si no la podía chupar, se refería a
la sangre. El vecino interpretó mal, logró poner una pierna de ella en la
cintura de él y la otra sobre la puerta del cubículo.
—Ud, vecina,
relájese, que es una postura de película. ¿Vio que ahora los actores tienen
sexo de pie?
La mina no dijo nada, porque el oxígeno se agotaba y ella quería gritar de dolor, no por el agujero del pie, sino por el miembro del vecino, algo nunca visto.

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