viernes, 1 de marzo de 2024

ATESORAR

    Dejé mi casa paterna por endogámicos, fachistas e insolentes. No supe cuál sería mi destino.

   A la noche dormí en el bosque, antes comí unas fresas. Empecé a extrañar el olor a tostadas y a mi madre dando golpes a mi puerta. Vagaba y divagaba. A la hora de comer me senté frente a mi plato, hablaban entre ellos. Papá me sirvió vino, sin querer. En la galería dijo:

   —Te aceptaron en la mejor universidad de España ─debo haber puesto cara de opa.

   Pregunté si en ese lugar tenía que estudiar. Eructó una mitad, la otra la reservó para decir que a eso me mandaban.

   Ahora estoy aquí con este uniforme ridículo, corbata y ya el sobrenombre de “el sudaca”.

   Armé la mochila, le saqué algunos euros a mi pijotero compañero de pieza. Y salí a la calle. En la parada de micros la vi y me presenté:

   —Yo soy Tupac y ando perdido.

   Se lo dije todo en brasilero. Ella me entendió perfecto, su nombre era Vernier. Me invitó a tomar un café, nos contamos de nuestros países y luego de nuestras vidas. Mientras la escuchaba hablar y no le entendía un carajo, emprendí la retirada con la excusa de un final. Vernier querida, nunca más. Fea y bruta. Estuve tres años viviendo del dinero de mi amigo y de mi familia.

   Recorrí todo lo que pude, dormía en cualquier parte, bancos de plaza, fogones de crotos y ochavas protegidas. Soñaba con mi casa y alguien me pegó un puntapié. Una señorita pidió permiso para abrir la puerta de su casa, justo yo estaba a lo largo de una alfombra roja que llegaba a su puerta. Me invitó a pasar, ofreció un coach para descansar y extendió un cobertor. Pasó una hora cuando comencé a sentir que algo o alguien tiraba del cobertor, toqué el piso, gatos no eran, perros tampoco. No! Eran sus uñas postizas, sus brazos añosos, su cirugía recién hecha, los pechos tamaño vaca.

   Saqué ese monstruo de encima, tomé mi mochila y robé el cobertor.

   Ya fue, usé mi pasaje de vuelta y regresé a casa. Me recibieron como a Robin Hood y a coro dijeron:

   —El que se fue a Sevilla y gastó nuestro dinero, perdió la silla.

   Envolvieron dos míseros sanguches. Mejor, sino capaz que me quedaba. Revisé los cajones de mis hermanas, el bolso de mi madre y la billetera de mi padre. Ellos en el fondo se quedarían contentos de ayudar sin que yo les pida.

   En el bosque de botellones de palo borrachos encontré a mi ex profesora Quintina Moldava. Nos reconocimos de inmediato, a ella le faltaba una lente de sus anteojos pegados con cinta scotch.

   Con su lenguaje bizarro:

   —Cuánto tiempo, Tupac, parecés un croto, ya somos dos, no me preguntes por mis tareas porque largué todo, quiero conocer el mundo que habitamos, pasé muchos años estudiando el que destrozamos.

   La invité al Machu Pichu, me contó que andaba sin dinero. Llamé un taxi y de Ezeiza a Puerto Rico.

   Cambiamos de idea. Quintina no estaba en edad como para subir y bajar escaleras machupíticas. Nos metimos en ese mar tan rico que tiene Puerto Rico. Es milagroso acostarse con la profe más sensual de la Universidad.

   No quiero buscar ni pensar un futuro. Soy aquí.

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