La Francisca tenía una vida errática, genética o por vocación. La primera relación que se le conoció terminó en marido y padre de cuatro hijas. El hombre trabajaba sin asco y sin asco tomaba vino, comía en demasía y andaba merodeando mujeres. Esto no quitaba su amor por la Francisca y sus hijas, pero en la práctica sus sentimientos los quebraba el vivir arbitrario y explosivo. La Francisca dejó pasar historias etílicas y putañeras hasta que el despilfarro de Pedro los dejó sin pan y sin techo. El día del desalojo, Francisca llevó sus niñas hasta el trabajo de Pedro y sin mediar palabra desapareció del pueblo.
Tomó un micro a
Rosario y en una pensión miserable conoció a su nuevo marido, Martiniano,
hombre joven, de sonrisa ambigua y mirada esquiva. Pero lindo, muy lindo,
pensaba Francisca. Tuvieron una hija y cien disgustos. Martiniano resultó tan
mujeriego como Pedro, con el agravante de no trabajar, porque odiaba trabajar.
Francisca lavaba ropa para afuera doce horas diarias, tanto que su piel se desprendió
de las manos hasta tener que vendarlas. Del hospital, pasó por la pensión donde
Martiniano dormía la juerga de la noche, le tiró un vaso de agua en la cara y
sentó la niña en un banquito de madera, al lado de su padre.
Partió al sur.
Francisca vio la nieve desde el micro que la llevó hasta un caserío. Daba
vueltas con alegría sobre sí misma y se revolcaba en el milagro blanco que
jamás pensó conocer. Le dieron trabajo de cocinera en el único bar de comidas
de Plottier. No había mujeres y ella cocinaba maravillas, con nada. El dueño,
don Severino, la pidió de esposa a la semana y ella dijo sí. Parió dos hijas y
sintió que ese era su lugar definitivo. Don Severino la respetaba con una
devoción que Francisca desconocía. Y lo quiso por eso. Le hizo conocer su
propia valía. Fue en el galpón donde una noche de ventisca, Francisca fue por
leña y vio a Severino, haciendo cosas de mujer con otro hombre. El mundo se
derrumbó, dejó las dos niñas a Severino y regresó con Pedro.
En la Terminal
pensó que su decisión contrariaba sus deseos. No bajó del micro, siguió hasta
el palmar de Entre Ríos. Compró veinte sandías, que vendió a orillas del agua,
recostada en un coy, atado a dos palmeras. Un camión, de chofer rubio alemán y
sediento beduino, pidió a Francisca una sandía que pagó y comió junto a ella.
Fue un encuentro providencial, el atardecer rojo pasión los sorprendió con
abrazos definitivos.
Sigfrido y
Francisca viajan, con sus mellizas, por todo el país, en el camión que Sigfrido
desvía, en algunos puntos que Francisca señala, porque dice que son yeta.

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