Tomaba vino
tinto en las comidas y fuera de ellas. Su comercio quedaba en una esquina.
Durante la crisis económica vendía poco o nada. Era la oveja negra de la
familia, que lo ignoraba por bebedor y negligente. Tenía un sobrino llamado
Tito, el único visitante diario y querido por su tío como al hijo que no tuvo.
Una tarde de frío, las ganas incontenibles de tomar un vinito hicieron que Tito
quedara a cargo del negocio por un rato. Él se negó por considerar que si venía
alguien a comprar, no podría atenderlo, si era ciego. El tío lo tranquilizó
diciendo que nadie entraba. Sólo debía permanecer tras el mostrador por media
hora, no más. Tito quedó allí pensando que media hora era algo insignificante y
dio su anuencia.
Escuchó unos pasos decididos entrar al local y luego otros pasos. Tenían ambas personas un olor ácido, mezcla de sudor y mugre. Uno le dijo al oído que los relojes los pusiera en la bolsa y se los entregara. Tito contestó no tener ni idea de dónde estaban los relojes, la mano áspera que tomó su mano le recordó a su primo albañil. Los otros pasos se dirigieron a la trastienda. A Tito le dio risa la expectativa infundada del ladrón, que encontró sólo olor a pis eran lisas y temblaban. Era su primer robo. Tito sintió un caño frío que le aterrizó en la sien. Pensó en un revólver como el de su padre. De inmediato, con voz tranquila, les aseguró que su tío no tenía un centavo, la caja registradora era testigo. Sintió que soltaba la traba del revólver. Tito, toda la vida un controlado empedernido, sacó el arma que robó a su padre y ante la sorpresa de los chorros les metió un balazo a cada uno, con todo el odio que alimenta este país. Tito era ciego, pero no boludo y encima tenía más puntería que cualquier vidente.

No hay comentarios:
Publicar un comentario