Me agarraba con las manos la cabeza mirando el piso del micro, encontré una tarjeta con un número telefónico “Se necesita ayudante de diseño”. Levanté la tarjeta y ya en casa marqué el número. Salió redondo, inventé un currículum de ganador experto en la actividad solicitada. Favoreció mi aspecto exterior, alto, rubio, ojos celestes. Respondía al pensamiento único: los blanquitos son confiables. Elegí un traje de lino blanco, cortaba el overdressed con sus arrugas naturales, una mochila de cuero de vaca made in Argentina. Asomaban rollos de papel vegetal. Los ingleses son seres decontracté, contracturados. Llegué puntual a la entrevista. Al tronpa le brilló la ambición cuando presenté los pos grados en Oxford y Cambridge. Extendí bocetos realizados para reciclados en casas de Londres y las reconstrucciones en Dublín. Su madre era irlandesa, no pudo disimular cierto orgullo personal.
Fui contratado
de inmediato, no como ayudante sino como Director General del Departamento VIP
de la empresa. Tenía a mi cargo dos yanquis y un argentino.
Con Join y Peter
había acuerdos tácitos, casuales y óptimos resultados. El primer conflicto
laboral lo tuve con el argentino, pretencioso, engrupido y bastante ignorante,
por cierto. Alberto era el encargado de romper cualquier armonía. Hablaba un
británico perimido que nadie entendía. Con la autorización de la empresa pedí
tres ayudantes más. Todos estuvimos de acuerdo ¿menos quién? Alberto.
Entraron Paul y
Mary, dos canadienses divertidos, creativos y respetuosos. Una boliviana
experta en diseños de jardines, Domitila, humilde como hilo sisal, era
políglota y más inteligente que cualquiera de nosotros. El tronpa nos dio un
trabajo de alta responsabilidad. Debíamos reformar los jardines que rodean al
Palacio de Buckingham.
Con Domitila a
la cabeza aprendimos el cómo enfrentar la tarea, dijo:
—Ustedes
relajados se presentan y me presentan al jardinero, lo conozco de años pero los
ingleses olvidan pronto, mucho más si una es petiza, negra y bolita. Eso es
secundario.
El primer
encuentro con el jardinero y sus ayudantes resultó casi perfecto. Trabajamos
días y noches, teniendo en cuenta especies, clima, césped, laberintos amables,
senderos que conducían a pérgolas de rosas perfumadas y colores altos.
Ninguno lamentó no
conocer a la familia real, eran feos y antipáticos. Sus propios jardineros los
detestaban, sin decir, decían.
Alberto y sus
críticas permanentes nos cansaron los oídos. Un día corté por lo insano, lo
seguí al sanitario y lo cagué a trompadas al mejor estilo argentino.
—De ahora en
adelante, mi querido Alberto, vos sos de palo, quietito y sin abrir la boca, no
voy a sugerir tu prescindencia, pero quedate en el molde o te parto.
Afuera, Join,
Peter, Mary y Paul, con las orejas
pegadas a la puerta escucharon todo. Cuando salí me aplaudieron, lo
sentí como un premio al diseño violento. Domitila, que no fue al sanitario,
pero tiene oído tísico me dijo:
—Fue necesario y
oportuno, amerita un festejo en un pub suburbano, vamos todos así no me notan.
Odio que estos piratas me desprecien.
Tomé tanto
whisky y otras yerbas que tuve ganas de volver a Buenos Aires. Después recordé
las elecciones y me dieron náuseas. Ni en pedo volvería.

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