Tomé por un camino ingrato, los autos me pasaban finito, los camiones de vacas cagaron el vidrio y a mí que llevaba la ventanilla abierta. Paramos cerca de un arroyo.
—¡Al
agua todos!
Para quitarnos las cagadas. Salieron pronto,
se les fue el olor de inmediato. Yo fui la única que lamentaba haberse vestido
con su mejor ropa. Eso era una tontería al lado de lo que pasó después.
Siguieron por la ruta con un auto que me seguía. Si aumentaba la velocidad, el
otro auto hacía lo mismo. Hacíamos ochos todo el tiempo hasta que el tipo se
empantanó y pude ver cómo se hundía en la ciénaga y lo último que vi fue el
techo. Me alegró, un enemigo menos. Mis hijos me decían que era muy buena
volante. Por el elogio les regalé un alfajor a cada uno. Siguieron las pálidas.
—Mamá, el auto que se hundió lo conocí por
el techo, era tu ex marido.
No lo quise nunca, me casé por emergencia,
no tenía un mango.
Me detuvieron unos gendarmes, exigieron que
bajáramos todos, revisaron municiosamente.
Encontraron cuatro paquetes de cocaína, les
dije que probaran, no quisieron. Eran cuatro paquetes de azúcar impalpable. El
muy boludo hizo pelota la bolsita y se puso a aspirar con cara de placer.
—¡Qué buen material y encima dulce. Seguro
que se los vendieron los canas, los que más saben de estas cosas.
No podía tener tanta mala suerte, cuando
entré a la ruta puse el auto en marcha y mi conclusión fue que la ruta es una
mierda.
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