El abrigo hacía su persona. Tan alto y buen mozo, el sobretodo perfecto. Con un agujero feroz en el centro de ambos omóplatos. Todos lo mirábamos de frente. Estábamos curiosos y temerosos. De atrás nadie le iba.
Era de bala y
reciente. Tenía pedacitos de algo ensangrentado. Piel, debió ser. Había una
ninfómana que se le prendió de la espalda y metió la lengua en el agujero.
Pidió disculpas.
Lo hizo para ver si él agonizaba y enterarnos si el abrigo era robado.
Confesó que sí,
robado. Relató que su hermano mellizo lo sacó de sus cabales y le dio un
disparo en la espalda para que se calle la boca. Fue para ver si lo entendía y
lo escuchaba, pero el chulo resolvió morir antes que eso sucediera. El matador
le quitó el sobretodo al mellizo y se vio perfecto en el espejo francés del
living inglés, aceptó la invitación al vernissage en el consulado de Penesuela
y ahí estaba, con las manos cruzadas y todos nosotros mirándolo a él y al
espejo, con él de atrás y delante en persona.
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