Me corrió con la cuchilla de la cocina. Por llegar tres horas después de lo convenido. La vecina de enfrente me recibió en su casa, mientras yo gritaba:
—Cierren todo
¡Me quiere matar! Las ventanas también, puede llegar a romper vidrios.
La vecina me
hizo recostar y antes tomar un vaso de agua.
Cuando mi padre
me fue a buscar le dio las gracias y explicó que mi madre era tan sensible, que
si me retrasaba le daban nervios criminales. Por eso él, encargado de afilar
las cuchillas, trataba que no fueran demasiado filosas.
Dejaron de
producirse escándalos por la vergüenza que le hice pasar con la vecina de
enfrente. El maltrato constante me expulsó del hogar. Cuando me casé, ella no
asistió. Tuve tres hijos rubios de ojos claros, buenos y de una madurez
asombrosa.
Apareció a
conocer los niños:
—¡Ay qué
criaturas hermosas! De vos no tienen nada ¿No se habrán equivocado? Mirate lo
negra que sos, los rasgos toscos, en cambio los chicos son regios.
Preparé la
comida y ella puso la mesa, mientras cantaba temas infantiles.
Tenía un espejo
detrás, parecía una persona normal, inofensiva, cuyo único pecado fue querer
matarme.
Distribuyó los
cubiertos cuando los chicos ocupaban sus lugares. La observaba por el espejo,
le extendió al más chico un cuchillo de punta y dijo:
—Agarrá el
cuchillo de una vez, chico tonto, ¿qué te pensás, que te voy a esperar toda la
vida?
Se me cruzaron
recuerdos negros, ingratos e imperdonables.
Ella estaba de
espaldas y yo con la cuchilla en mis manos.
Era ideal.
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