Desde los siete
años que recortaba bocas de mujer, me sentaba en el umbral de casa y a cada chico
que pasaba, le ofrecía mirar conmigo aquellas bocas. Tan pequeña y tenía ganas
que me besaran la boca, hacía gestos de silbidos ansiosos.
—¿Qué le pasa a Betsabé,
que frunce los labios?
Los amigos
creían que Betsabé Tape quería ser referí de partidos y ensayaba silbidos.
Cuando cumplió quince se miraba en el espejo, imitando bocas para besar, no se
explicaba cómo los actores no se chocaban la nariz y los besos eran intensos.
Un día, probó
con su primo, que le enseñó a inclinar la cabeza, como para un beso leve. A los
dieciocho años no aguantó las ganas y besó a su compañero de estudio. Tal fue
el retardo de su deseo, que el joven quedó atrapado en una sopapa placentera,
algo exagerada para su gusto. Si ella le
hubiera dejado colar la mano en una teta, otra sería la historia. Betsabé Tape
le dijo: —Si vos supieras los logros de un beso, te dejarías llevar y tal vez,
bueno, pensalo.
En un día de
playa, Oriel Virazón rozó los labios de Betsabé Tape, le resultaron tan suaves
que los mordió y ella se dejó con respuestas chupópteras. —Me estás matando de
placer, Oriel, vamos al lado de la fogata y bailemos boca a boca, quiero que tu
cuerpo se pegue al mío, mientras sucede aquel beso, que ya siento eterno. Llegó
la noche y ambos, con estertores nunca vividos, llegaron a la salida del sol,
con alas orgásmicas. Ella volvió justo para el desayuno, pero su boca tenía el
doble de tamaño de lo acostumbrado. Dejó la taza de café, con sangre.
Él vivía solo,
cuando miró el espejo, lo besó y un dolor placentero le recordó los temblores
compartidos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario