—Te hacés llamar
Ángel, canalla, igual te quiero. Nos íbamos a ir juntos, pero yo me achiqué,
por mi vieja, mi hermano, o por mí.
Por qué me la
cuenta?, no se puede separar de este pueblo, pollerudo.
—Puse una
carnicería, anduvo bien y después mal, mal, mal, hasta que la vieja me prestó y
me compré este lugar. Puse un restorán, parece un cacho de campo en pleno
pueblo y aunque no lo creás, funciona. Nunca hay lugar. Ahora la corté, que
pidan reserva.
Ángel, antes se
llamó Pedro, pero después de lo que hizo, se cambió hasta de país. —¿Sabés que
todavía me acuerdo, cuando me afanaste mi mujer?, no te entendí, era un
bagayo, y vos tenías una jermu que la mataba ¡Qué boludo! Después te llevaste
mis hijos, de a uno. Nunca pude encontrar ni al bagayo ni a los pibes. Me volví
loco, me internaron, estuve cinco años sin saber mi nombre, gracia a dió,
apareció una pareja de gringos, médicos, psicólogos y un neurólogo. Vinieron
porque mi caso valía la pena, lamentable sus intereses, o no, ¡Qué se yo!
Escribieron un libro sobre mi tratamiento y recuperación. Ahora te venís a mi restorán y vas a comer
como los dioses y a chupar un vino, cosecha propia, ésa es otra historia.
Sólo mi pueblo
de origen, pude encontrar mi primer amigo, el pollo Benítez, qué perdonavidas
el guacho y me invita gratarola a su boliche, dice que igual me quiere, no le
contesté, yo de esas cosas no sé nada.
La pinta del
Ángel, traje inglés, corbata italiana y me la juego que va calzado, con
sobaquera y todo. Viene el metre como una flecha y nos acompaña a la mesa.
Sillas de madera con asentaderas de paja y almohadón culero. Mantel blanco,
refulgente y vajilla de mi abuela, con cuchillas recién chaireadas. El mozo, un
putito bien entrenado. Le ordené sin preguntar al Ángel Pedro.
—¿Ché, Pedro, y
vo en que andás?
Me guiñó el ojo.
—En nada bueno, que es en lo que más guita hacés.
Nos trajeron
unos bifes de ternera jugosos, a punto, perfectos. Achuras, sochoris, tripa gorda,
riñone, chinchuline y molleja.
Yo comí arroz
con puré de calabaza. Le expliqué al guacho que tengo prohibida la carne, ni
pelota me dio. Dejó la parrilla térmica más limpia que cuando llegó el asado y
el resto. Me felicitó la bestia.
—¿De dónde sacaste carne de ternera? No existe
más.
Le miré la boca
engrasada y le conté, tenía derecho. —¿Vo te acordá la tetona esa, que era hija
tuya y no la quisiste reconocer? Las habladurías dicen que llegaste al pueblo
para llevartelá. Bueno, nos pusimo de novios, una santa tu hija, hacía lo que
le pidiera y otras cosa que no sé de donde las sacó. Pero me enteré, tarde,
pero me enteré. Se trincó todos los tipo del pueblo. Me crecieron unos cuernos,
que no podía ni caminar.
Mientras se
sacaba el residuo entre dientes, con la punta de la cuchilla: —¿Y? ¿Qué pasó
con la minita que gracias al ADN, me enteré que es mi hija?
Hice descorchar
un champain fetén y le brindé la cara. —Tu
hija, la terminaste de comer, asada, con el entripado a punto. La estás digiriendo
ahora, la tenés adentro, pero no te preocupés, la vas a cagar, como hacés con
todo el mundo.

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