No hacía críticas a mi madre con terceros.
De mi padre no se me hubiese ocurrido, no había nada que criticar, era
perfecto. Nunca hablé de mi madre con nadie, a excepción de mi analista que le
encanta, como a todos los analistas, preguntar:
—¿Y qué tal Mami?
—¿Y qué tal Mami?
Con mis hermanos la veíamos con un pañuelo
rojo que envolvía su cabeza. Lo acomodaba de un modo parecido a la cresta de un
gallo. Sabíamos lo que se venía y temblábamos.
Era el día que no iba la muchacha, que según Mami, limpiaba mal, como todas. Mami lustraba bajo muebles, sobre muebles,
sobre sanitarios, en especial los techos de la casa chorizo, era una luchadora
empedernida. Abría la escalera de pintor y pasaba un trapo empapado a los
techos, con un olor que todos memorizamos en la nariz, pero ninguno de nosotros
sabe qué era. Rasqueteaba los pisos y le daba dos manos de cera suiza. Luego
nos ponía a todos en fila a lustrar con franelas, la última etapa. Todo lo
hacía con disgusto y bajaba nuestra autoestima con reproches a cada uno, sobre
todo a mí que era burra, sucia, haragana, no levantaba un papel del suelo,
buena para nada, etcétera, etc.
Era cierto, pero una madre de verdad no dice
esas cosas. La denostación continua terminó por convencerme que era todo lo que Mami aseveraba.
Durante el resto de mi vida quedó una
impronta que me dejó enclenque, buscando afecto en cualquier parte.
Luego de cincuenta y ocho años encontré en
el altillo el pañuelo rojo de la limpieza.
Usé un espejo para enrollar mi cabeza.
La vecina daba de comer a sus gallinas, los
vidrios sucios dejaron pasar la imagen de un gallo, de cresta roja. Mami nunca
me dio un beso.

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