Tenemos que
vender el televisor, el equipo de música, el piano Steinway de mi suegro.
Salí corriendo
con mi falsa tarjeta de extracciones. El sol del mediodía se clavó en mi cabeza
y me hizo tropezar con un árabe musulmán. —¿De dónde viene Ud?
Le pregunté
pensando que deliraba. —Sucede que el avión en que viajaba, dejó de funcionar,
Musulmania queda cruzando el océano y entre esperar sentado en el piso,
arruinando con mugre mi traje blanco, preferiría alojarme en su casa, es la más
normal del predio. ¿Será eso posible?
No se lo dije,
pero mi casa tiene un solo cuarto de huéspedes y otra pieza mínima para sus
rezos. El agregado de la terraza para saludar a la Meca, un retrete de ducha,
con un pequeño sanitario.
—Si hay algo que
somos los argentinos, es ser hospitalarios, sígame por favor.
Sentí que no
caminaba. —Alá nos pidió que la mujer fuera cuatro pasos detrás del hombre.
¿Cómo haría
entonces para saber mi paradero?, percibía todo, su levedad le escuché llegar
primero y yo cuatro pasos después. La casa estaba fresca, pidió hablar con mi
marido. —Así es nuestro protocolo. –Dijo-.
Mario llegó
contento, vendió el Steinway y salvó nuestras deudas. Cuando vio al árabe
recostado en su sillón: —¿Quién es esta adquisición que ocupa mi lugar?
El árabe
musulmán contó sus percances y lo interrogó acerca de su estadía de cuatro
días. Mi marido aceptó y nuestro hijo, que entró por la ventana, le apoyó su
revólver de juguete y le preguntó: —¿Lleva armas o es de los que rezan y no se
dedican a matar?
La visita tenía
muy buen humor y los convidó a probar dátiles de sus árboles. —Mostramos más
pobreza que educación y nos atiborramos de dátiles. Conozco la situación
argentina y veo que son víctimas de la debilidad hipócrita de sus gobernantes.
Al atardecer subiremos a la terraza y leeremos algunas páginas del Corán. Luego
quiero hablar con el buen hombre de la familia, en nombre de Alá. Su buena
mujer me ha subyugado, dio la luz que necesito, quiero que sea mi primera
esposa. ¿A cuánto me la vende?
Quedé
desbundada, el silencio fue eterno, pero vi a mi marido con un gesto de alivio
que desconocía.
—Doscientos mil euros.
El árabe
musulmán concluyó. —¿A Ud le parece que ese diamante tiene ese valor?
A mí me pasaban
por alto como si fuera un objeto a remate. No me importó el precio que dio esa
bestia, a nuestros doce años de convivencia.
El arábigo me
acercó una maleta, para no llevar ropa occidental.
—Le daré un baño
querida Fátima.
Me bautizó de
nuevo, con una esponja oriental limpió mi cuerpo cuatro veces. —Así quito el extracto que tendrá de su
hombre.
En el último baño
usó su lengua suave y considerada, recorriendo hasta el último lugar de mi
cuerpo, me envolvió en sedas térmicas y llamó a la Embajada de Musulmania, para
realizar nuestro traslado en un avión privado.
No me despedí ni
de mi exmarido ni de mi satánico hijo, de todos modos habían salido a comer
pizza. El día que nos casamos, me vistió él, con el sari de oro y amatistas de
su abuela. La fiesta duró una semana. Nuestra casa era una reproducción del Taj
Mahal en medio del desierto. Él me enseñó la misma noche de mi casamiento,
todas las posturas amantiles del Kama Sutra.

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