Su Tía Ema
agrandó la casa de las siete torrecitas, en sus cartas decía que tenía un
especialista de tercera generación en escaleras. Llegó otra carta por haber
encontrado un suizo que cuando vio la casa dijo: —Faltan ventanas, lucarnas y
un sótano iluminado. Mi trabajo será impecable, disculpe mi modestia ausente.
Mandó tantas cartas que parecía que iba a construir una ciudadela.
Era su madrina y
cuando cumplió noventa y ocho años, las últimas palabras fueron: —Es suficiente.
Por ser su
Madrina y único pariente, heredó la casa que contaba, ahora, con diez
torrecitas. Fue con su mujer, Rosa y sus cuatro hijos, Coca y Sarga y dos
varones, Coco y Pachi.
—¡Chicos!
Esperen que frene para salir del auto.
Corrieron
alrededor de la casa. Mi mujer lloraba pensando en la limpieza, la puse al
tanto del personal que vivió y manejó siempre esta casa. Salieron a saludar las tres, una con llaves
puestas en bandolera, otra con delantal blanco y la última con su eterno batón negro,
con florcitas que fueron blancas. Él creció, pero ellas se mantenían como el recuerdo
que eran ágiles, trabajadoras y tan cariñosas. Sus hijos entraron a la casa,
sin saludar, y comenzaron a circular por las habitaciones y a subir y bajar
escaleras. Sarga y Coca se metieron en un vestidor, con infinitos trajes y
espejos, se probaron la mitad. —Nos quedaremos dos meses, otro día seguimos.
—Debemos salir de
este lugar, Sarga, ¿vos sabés por dónde entramos?
Ni idea tenía
Sarga, tanto vestido, tan largos los pasillos que hacían curvas reiteradas,
encontraron una puerta cerrada con llave por fuera. Escucharon pasos que se
arrastraban y ruidos de cadenas. Se abrió la puerta, el ama de llaves les dijo
que podían salir. Todavía era de día y subieron una escalera de caracol que
llegaba a la décima torrecita, se marearon porque las escaleras estaban hechas
para bajar. Parecía que caminaban con las manos y la décima vuelta tenía una
puerta alta y flaca, como decían que era la Tía Ema. Entraron y había una cama
de oro, con dosel de oro, acolchados tejidos en oro. De la punta de la torre
cayeron Pachi y Coco, de cabeza sobre el dosel, de allí a la cama y unas
cadenas oxidadas abrieron los cerrojos de memoria. La señora del eterno batón
negro con florcitas desteñidas, la mucama de delantal blanco y el ama de
llaves, llamaron a sus padres.
—Señor, Señora y
por qué no Niños, esta casa nos pertenece, si hubieran pasado Uds por el
Abogado, tendrían la prueba, hecha ante el Juez, donde la Señora Milena Malsana
de Rivera Calo, declaró que a último momento y en pleno estado de sus
facultades mentales, nos dejaba la casa de las diez torrecitas.
El Señor y
Señora esposa, subieron al auto sin decir nada. Casi olvidan sus chicos. El mar
quedaba cerca, se dieron un baño y al salir miraron la casa de las diez
torrecitas, con todas sus arañas de cristal y oropeles, iluminadas.
La Tía Ema, en
persona, con su rodete tan alto como ella, subía y bajaba escaleras, en algunos
lugares parecía caminar en posturas invertidas. El personal trifásico preparaba
la comida.
Se fueron contentos,
esa casa era muy complicada de circular y les ponía la piel de pollo que la Tía
Ema, hubiera sobrevivido a su propia muerte.

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