La sala de espera se tornó irrespirable, éramos dos y
sentíamos presiones cálidas, heladas, tanáticas, vitales, recurrentes,
psicóticas, histéricas, angustias sigilosas. Nos mirábamos y muchas veces
terminábamos contra las paredes o la vereda. El otro me dijo, casi en vilo, que
esas cosas provenían del psi Oliverio. Hacía un tiempo que lo notaba perdido en
nubes intangibles, miradas cerradas y silencios. A mí me sucedía igual, sólo
que no quería compartir con otro paciente mis vivencias, consideré que era poco
ortodoxo, entre pacientes, criticar al psi Oliverio.
Él, que tanto
escuchó mis derrotas y miserias, él, que juntaba mis lágrimas con el secador de
piso y las mandaba a una rejilla oculta bajo el diván. Estaba saturado de tanta
escucha, tal vez, por soberbia profesional, no quiso, no pudo o no supo detener
aquello que escapaba a su continencia. Lo que salía, a través de aquella
puerta, eran pensamientos de Oliverio, algunos lograban huir cada vez que
despedía un paciente y llegaba el siguiente. Llegó un momento donde se
confundían los fugados con los de la sala de espera. Oliverio tuvo que disculparse,
ante un paciente de toda la vida, relató que los pensamientos de todos no
cabían en su cabeza y se perdían en la atmósfera, no lograba encontrarlos,
aunque fuese para emprolijarlos un poco.
Se consumió en
pensamientos ajenos. El único modo de seguir permaneciendo en el mundo, fue
para Oliverio, una ermita rodeada de un enorme jardín de pensamientos. De ellos
se alimentaba, tratando así de recuperar lo perdido. No recibía a nadie. Sólo a
mí. Me ofrecía pensamientos a la hora del té. Fue raro el gusto y grato
compartir con Oliverio su paradoja. Todos los miércoles, a las cinco de la
tarde, masticábamos pensamientos.

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