Las quintas
tenían árboles de cerezas, manzanas, uvas, guindas y frutos que desconocía, ni
el hombre del bosque, sabio de cien años, él siempre se sacaba algunos o se
agregaba.
Todo el caserío
lo consultaba ante cualquier problema de índole personal o local. —Tengo una
respuesta para cada cual, pero suelo dudar de mí mismo, es uno de los pilares
de la sabiduría.
—Entonces yo
debo ser uno sin pilares, Maestro, dudo, pero cuando lo consulto, la quietud
que recibo me hace olvidar cuál era el problema que me llevó.
No era tan
simple lo que le ocurría a este hombre, sospechaba que su mujer lo engañaba con
el frutero de la carreta. Tenía dudas, pero no certezas. Lo inquietaba que al
volver de trabajar la tierra con sus manos, veía pasar la carreta del frutero
volcando manzanas o frutillas, que su mujer juntaba en los bolsillos de su
delantal.
Él, estando
lejos, escuchaba las risas de ella y el frutero. Le daba miedo y pudor,
preguntar a la mujer si era un marido engañado o su imaginación descarriada.
Ella era dulce como la miel y luminosa como las estrellas. Una noche, le dijo
que venía la época de recolección, por lo tanto, no dormiría en su casa un
tiempo. Trataría que fuera en pocos días. A la esposa le brillaron los ojos y
le encargó zapallos, melones, papas, batatas, sandías y cualquier verdura que
tuviera color.
Él no pudo
evitar escapar de la cosecha por las noches y enterarse qué ocurría en su casa.
Había velas prendidas en el granero y la sombra de ella, con una lata y
palillos. Tras ella un hombre barbado, volcaba algo líquido en otros
recipientes, cada tanto, él le tiraba de una trenza y ella se reía como una
niña.
No quiso compartir
aquella imagen desventurada y volvió a la cosecha. Sin indignación, pero con el
pecho como si fuera a estallar. Hizo el mismo recorrido y los encontró en una apertura
del granero. Él pasaba su brazo por la espalda de ella, mientras mesaba su
barba. Cuando terminó la cosecha, pidió una carretilla prestada, con las
verduras y frutos que le había encargado su mujer.
Con el odio
instalado en la cabeza, transportó un cuchillo en su faja. Era el amanecer, su
mujer corrió a recibirlo, con un sombrero en la mano. —Esto debió caerse en el
camino a la cosecha.
Tras ella, el
barbado descarado, gritaba: —No le digáis! No le digáis! A lo mejor no le
gusta, o confunde las intencio…
No lo dejó terminar,
sacó el cuchillo de su faja y cuando tomó la decisión, su mujer obviando el
cuchillo: —Te presento a mi querido hermano Archimboldo.
Entraron al
granero pleno de velas iluminando cuadros, ella lo tomó del brazo y decía: —Mira
éste, mira aquél, el del fondo, no lo podráis creer.
El marido quedó mudo
de asombro, todos los cuadros eran retratos ilustrados con frutas y verduras.
La cabeza de uno era una calabaza, una banana hacía de boca, la nariz una
batata con granos, los ojos dos bergamotas con cejas de cebollines. El marido
se acercó al hermano de su mujer. —Perdonad la humildad de mi obsequio, es un
cuchillo forjado por mis manos, vuestros retratos son más sabios que los frutos
y verduras que conozco, terminó la cosecha, si me permites, sería un placer
sentarme y mirar cada una de tus obras.
—Querido cuñado,
por ser el marido de mi hermana, sois mi hermano. ¿Podré quedarme un tiempo,
pintando en vuestro granero. El lugar me inspira imágenes que quisiera plasmar
en mis telas y tablas.
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