Entraban a los
negocios y volvían locas a las empleadas, dos o tres, la tercera era la dueña.
Nada tenía precio y preguntaban el valor de todos los percheros, elogiaban las
prendas y se probaban todo.
—¿Y? ¿Qué tal me
queda?
—Divino el
corte, el color, pero te va chico, mirá este costado, se deshace en cada paso
que das.
—Decime,
querida, ¿no habrá un talle más?
—El talle es
universal, tengo en otros colores, rojo, verde y violeta, rayados, con lunares
grandes…
—Por favor, no
sigas, hace mal a la estética de mis oídos, yo quería azul marino, ningún otro.
—Es lo que está
a la vista, igual tendría que bajar unos kilitos…
—¿Vos estás
insinuando que estoy gorda?
—Le seré
sincera, no lo insinúo, está.
—Igual voy a
seguir mirando.
Tomó otro
vestido y llamó a su amiga. —Inés, mirá, es toda ropa fallada, ya rajé cuatro,
tienen una costurita de nada.
La empleada las
corrió, ya se iban. —Señoras, tienen que pagar los daños.
—Vamos, Inés,
éstos son unos chorros, ropa de container y usada.
Inés no dijo
nada, por el escándalo, pero los vestidos tenían hasta olor a chivo. —Nosotras
entramos a mirar, nada más, la confección es problema de Uds.
Esa mañana no
vendieron ni una chalina, a pesar que entraron unas veinte personas. De lunes a
sábado ocurría lo mismo, las mujeres grandes y medianas, como no les daba para
cafecitos, tomaban como lugar de diversión, entrar, preguntar, probarse, no
comprar nada y poner cara de asco.
—Ché, Inés, hace
un calor de mierda. ¿Y si vamos a tu pelopincho, que es más grande que la mía?
Tomamos unos mates y sol, después de las dieciséis.
Inés, con
entusiasmo de niña: —Después decimos que tenemos el dorado que da Bora Bora y
que volvimos hace unos días, nos van a envidiar.

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