—Vengan los
cinco, de mayor a menor.
—Adolfo, se
portaron muy bien, ¿te parece?, todavía no dejaste el uniforme, pensá lo que
hacés. Sufren los chicos.
Adolfo pasaba
por cada uno y le daba una bofetada. Empezaba por la más intensa al más grande
y su mano se iba suavizando hasta la panza de Genoveva.
—Y a éste no le
doy la bofetada, porque todavía no nació, cuando nazca, ya veremos.
Trabajaba en el
Ejército, allí suprimía la bofetada, por el grito de milico liero. Los fines de
semana dejaba el uniforme en la tintorería china y suprimía las bofetadas.
Jugaba con los chicos al football, al basket y con las chicas hacía shopping en
el kiosco de la esquina.
Genoveva limpiaba el caserón, escuchando las
risas de los niños, jugaban con la manguera hasta que el barro venía perfecto,
para las carreras del resbalón. A las doce de la noche del domingo, iba mutando
lento, sin beso de despedida para ninguno. Su vida era un GPS cuya estructura
espantaba al mundo.
El único cuadro
en toda la casa era un enorme óleo de Adolfo Hitler, del brazo de Marilyn
Monroe, lo mandó a hacer con un amigo judío que no le cobró nada y Adolfo, en
agradecimiento, le regaló cuatro cachorritos de dóberman. La única lectura
permitida a la familia era “Mi Lucha”. Hizo que sus hijos aprendieran páginas
de memoria.
Genoveva no daba
más con sus nueve meses de embarazo, estaba por llegar su marido y los chicos
formaban la fila acostumbrada. Escucharon sus botas un dos, un dos. Mientras los
niños hacían coro murmurando: “Apretando el paso, cerrando el culo”. En ese
momento, Genoveva rompió bolsa.
Antes de
cachetear los chicos: —Adolfo llevame ya, porque voy a parir.
—Un momento, acá
nadie se me indisciplina, Genoveva, secá el piso, mientras abofeteo los chicos,
que es lo que corresponde.
Genoveva pidió
una ambulancia, las contracciones le dieron vuelta la cabeza, trajo una ametralladora
de la Segunda Guerra.
—Adolfo, apoyate
en la pared, los geranios del primer piso se soltaron y te van a aplastar la
cabeza.
Adolfo se
incrustó en la pared, Genoveva, traía escondida la ametralladora, funcionaba
perfecta, le disparó de arriba abajo y de derecha a izquierda, Adolfo seguía
hablando semi muerto: —Que nazca varón y bautizalo Jorge Rafael.
Vino el más
grande, con una pistola, última generación y le disparó en la frente: —Callate
puto.

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