Llegó él
primero, tenía reservada una mesa, a los quince minutos apareció ella, con una
seriedad al borde del enojo fingido. Se conocieron en la calle, ambos
sorprendidos sin saber, pero con los ojos alineados y rictus sonrientes. Los
ojos no podían despegarse. La invitó a comer a ese lugar Art Decó, casi sin
clientes, pero tuvo que reservar.
Ni bien
conectaron sus miradas, fueron interrumpidos por un mozo almidonado, que cortó
la zona imantada, con una carta de comidas.
—Cuando hayan
elegido, el Señor me llama, a su derecha oprima el botón rojo.
Apoyaron sus
servilletas con forma de cisnes y lamentaron romper el diseño de la puesta en
escena. Sin mirar la carta, eligieron sus platos favoritos, idénticos, identificaron
el mismo vino. Una vez servidos, conectaron sus miradas, luego que el mozo
concluyera cernir el cabernet, al Señor, claro, que probó y asintió. El humo de
las comidas despareció con el tiempo de las miradas permanentes. No tocaron los
cubiertos ni tomaron las copas. Ella oprimió el botón rojo. —La cuenta, por
favor.
Apoyó la
tarjeta en una bandeja oval y absurda. En unos segundos le fue devuelta, con un
dinero más que cuantioso, para propina. El mozo tocó la bandeja con inflexión
exagerada. Pasaron por alto que no comieron ni tomaron.
Él preguntó: —¿Vamos a
mi casa?
Ella asintió.
Cemento y vidrio, camino serpenteante, de palmeras antiguas. Se abrió una
puerta automática, sin que dejaran sus ojos brillantes, unos sobre otros.
—Corten, por
favor! Corten! Me sorprendieron... Augusto, María, Alex y nuestro viejo y sabio Iluminador.
—Cine de
culto.-Dijo alguien-.
—Sin duda,-Respondió
el Director- es una lástima que haya pocas personas, y como está todo, el Cine
es considerado suntuario.

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