Faltaban tres
meses para su cumpleaños. Marlene Müller, volvió de Alemania, hecha una
pordiosera, vivió tres años de mentiras argentinas ingeniosas, que le
ofrecieron casa y comida. Era una mujer entretenedora, culta, sagaz, irónica,
enredista y simuladora. Hablaba tras idiomas y no se bañaba nunca.
Los invitadores
la metían de prepo en bañaderas espumantes y vestidos prestados, muy cool.
—Marlene, hoy no
tomes mucho alcohol, porque viene el Embajador de Catapultala.
Ella sonreía
amable. Displicente contestaba: —A Uds debo este techo provisorio y a sus
protocolos obedezco.
Con un cheque en
blanco, firmado por el Embajador de Catapultala, que la sintió como su nieta, volvió
a esta tierra olvidando imperdonables traiciones, recuperó sus tierras,
herramientas y una pareja de peones sin hijos.
—Mis queridos,
no quiero sembrar ni cosechar nada, mi mejor rinde es ser feliz, no teman,
habrá dinero para Impuestos y sus Salarios. Traje de Holanda, semillas de
margaritas y quisiera todas las parcelas, plenas de estas flores. Los festejos
tendrán invitados que detesto y uno sólo que me hizo la vida imposible y no me
importó y lo quise. Las margaritas son un rito personal.
Los sembradores
pensaron que para ese tiempo, las flores estarían marchitando, pero conociendo
a Marlene de pequeña, algún sentido tendría.
Llegó el día del
cumpleaños, de las margaritas que regalaban horizontes de botones amarillos y
pétalos blancos iluminados, marchitaron todas. Marlene vestía como una Princesa
de cuento y sus manos volaban retocando lugares que había acomodado días
anteriores. Toda su cabeza, ocupada en aquel hombre que le hizo la vida
imposible y no le importó y lo quiso. Caminó la tierra de flores mustias hasta
que encontró una que parecía decir: “¡Aquí estoy! Aquí estoy!” Marlene la tomó
del tallo leve, con mano leve y comenzó su amorosa e ingenua tarea. Quitaba los
pétalos de uno en uno: —Me quiere mucho, poquito, nada.
Y daba otra
suelta de pétalos: —Me quiere mucho, poquito, nada.
El último pétalo
dijo “Mucho”.
Llegaban los
invitados, ocupando lugares, señalados con sus nombres, cual era de quién.
Marlene puso a su lado el hombre imposible, que dijo: “Mucho.” Comenzó la
comida a la hora estipulada, la silla de él permanecía vacía. Torta con una
sola vela, rodeada de margaritas verdaderas. Brindaron y luego de tres copas,
Marlene escuchó los cascos de un caballo.
Entró como si
fuera su casa, con botas embarradas, bombachas de campo gastadas, camisa
abierta hasta la cintura, transpirado y sucio, secaba su cara con un pañuelo
que fue blanco. La encontró enseguida y sus ojos negros la abarcaron, la
abrazaron. No la reconoció el imposible: —¿Vos quién sos?
Ella no esperaba
esa pregunta. —Soy Marlene Müller.-Murmuró- ¿No me conocés y te me pegás así?
Él le besó la
cara. —Ya nos sos Marlene, ahora sos mi Margarita, en ese vestido de burguesa
ridícula, te dejé mi sello que es el barro. Una noche ideal para dejar a estos
invitados que detesto. Cabalguemos la misma yegua, lleguemos al arroyo y olvídate
que alguna vez te dije: “yegua nazi” y te dejé esa cicatriz en la cara, no se
nota igual,…

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