miércoles, 19 de febrero de 2020

CABEZAS


   Había sido la mejor diseñadora de sombreros. Las mujeres abandonaron esa costumbre o se compraban en tiendas berretas.
   Era portuguesa y extrañaba el décontracté de Lisboa. Cuando llegó aquí se la bancó y se quedó. Se hizo de una clientela exclusiva, solicitantes de sombreros. En media hora, ella tenía un boceto de acuerdo al acontecimiento donde se iba a lucir su obra. Bodas, Conferencias, Bautismos, Homenajes y distintos eventos.
   Una tarde apareció la Señora Blanca Isabel Tugurio Rollo.
   —Ya sé que usted realiza piezas únicas, quiero para mí uno especial, que tape mis zonas sin pelo y refresque mi última cirugía, con plumas de pavo real en el casquete y flequillo de faisán asomando en la frente. Algunos detalles de brillos, para la noche, entreverados con plumas de flamenco, llegando a la cintura. Sé que mi exigencia contrasta con su austeridad y se lo digo más claro, se dan de patadas con su estilo. Cumplo ochenta y uno y quiero darme los gustos en vida, será remunerada con un cheque en blanco, con todos los ceros que desee. 
    La Portuguesa trabajó con entusiasmo, pero Blanca Isabel, se iba para un costado todo el tiempo.
   —Áteme, así no le interrumpo la tarea.
   La ató con cinta de embalar, de pies a cuello. Durante toda la noche, fue cepillando las plumas y ubicando cada una en la cabeza de la mujer. El cansancio que le produjo, la hizo olvidar de las capas de percal, que atenuaban los pinchos que llevaba cada pluma. Llegó a imponer tanta fuerza, que cuando llegó al flequillo, vio las gotas de sangre que le caían a la mujer. Se tiñeron con rojo hasta las plumas de la cintura, la envolvió en una manta de seda roja y la arrastró con silla a la vereda.
   El sangrado formaba hilos hasta la boca de tormenta, cuando escuchó que el corazón, había dejado de latir, la Portuguesa le prendió una hoja en el pecho, que decía: “Yo soy Blanca Isabel Tugurio Rollo y mi última voluntad es confiar en un alma piadosa, que me traslade al Cementerio.”
   Los primeros en verla, fueron los Recolectores, tiraron el papel porque estaba tan rojo que era incomprensible. El que manejaba el camión, dijo: 
—Tiene plumas preciosas, de pájaros exóticos.
   Y comenzó la repartija de las plumas. Quedó la silla de embalar con un coso sentado, la arrojaron al compactador y la pobre mujer no pudo festejar los ochenta y uno.
   La Portuguesa, llenó de ceros el cheque, con un andar muy elegante y un sombrero encasquetado, viajó a Lisboa.

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