viernes, 21 de febrero de 2020

COMUNIDAD


   La Señora Talaracha presentó queja porque el Consorcio no la invitaba a sus reuniones semanales. Los habitantes del edificio vivían solos, Jubilados, Divorciados, Abandonados por elección. Ninguno tenía memoria de cuándo lo habían comprado.
   Se conocían porque todos los Padres fueron los dueños antes. Hicieron una vaca y en mensualidades cada uno tuvo su refugio. Una especie de Geriátrico. Ellos jamás lo llamaban así. Esos lugares parecen la antesala de la muerte.
   Los sábados eran santos, tenían un fogón en la terraza, donde hacían asado y toda clase de ensaladas. Regadas con vinos añosos que encontraron en el sótano del edificio. A la tercera copa, cada uno, por orden de lugar, contaba las historias de su vida.
   Pasaron tantos años que les agregaban condimentos falaces, que los dejaba sin aliento, de tantas carcajadas con hipo y eructos. A la única que no quería nadie, era la Señora Talaracha. Le llamaban Tala, por dos razones, una por no pedir autorización para talar los piñoneros de la vereda. Tenía un leñador conocido, que una madrugada, mató todos los árboles. Y otra, porque era la madrugadora. Empezaba a las cinco de la mañana, mientras cantaba como una soprano. Abría la manguera desde arriba hasta abajo, hacía entrar agua por debajo de las puertas. Pasaba la escoba con ruido a lijadora y luego, con el secador, golpeaba todas las entradas, para sacar hasta la última gota de agua. Era notable, cómo combatía su aburrimiento. Pasaba cera suiza en todos los pisos y las escaleras, después lustraba y quedaba espejo. Hubo más de un enyesado por los resbalones de tanto lustre.  
   No tenían ascensor y entre todos juntaron, para poner balaustrada y sostenerse. No recurrir a las ambulancias tan seguido.
   Un sábado de lechón adobado, comenzando su cocción de tres horas consecutivas, apareció la Señora Talaracha y con voz aguda e indignada, preguntó por qué no la invitaban los sábados. Todos quedaron mudos, les pareció tan desubicada que a la misma Talaracha, le dio vergüenza cerró la puerta, con tanta mala racha resbaló por la escalera los ocho pisos, se levantaba en los descansos y el mareo la hacía caer de nuevo, hasta la planta baja no paró. Quedó como marioneta rota y desde arriba miraron todos. Sus últimas palabras fueron: “—Hijos de puta.”
   La Municipalidad se encargó de los restos de Talaracha. Nacieron, sin que nadie los sembrara, pinos piñoneros en la vereda. Al departamento de Tala, le demolieron las paredes e hicieron un patio, con un piñonero al medio y reposeras alrededor.

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