sábado, 22 de febrero de 2020

VERDE


La operación fue un éxito, pero dejó una secuela, la ceguera.
   —La sacaste barata, podrías haber quedado paralítica, cuadripléjica, que carecieras del brazo derecho. Pérdida de la memoria que fuiste, desde que naciste hasta ahora.
   Me parecieron carentes de sentimientos afectivos, plenos de sentimientos cargados de odio. Yo era una mujer hermosa, alta, pelo ensortijado, con los accesorios femeninos que despertaban deseos en todo el género masculino y envidia en las mujeres.
   En cuanto percibían que era ciega, les daba miedo, a lo mejor leía sus miserias internas y creían que podía ser capaz de matar sin darme cuenta.
   Ser ciega, sumergida en un mundo de sonidos, voces, gustos, oído absoluto, beneficio de los ciegos. Aprendí a circular con bastón blanco, todos me dan paso y escucho la señal de la cruz en los rosarios de las Monjas. Me regalaron un perro que me acompañaba, cuidaba al cruzar la calle o que no tropezara a las personas. Estaba tan entrenado, que no le quedaba lugar para jugar con otro perro. Su respiración llegó a molestarme y lo entregué a “Derechos Perros”.
   Logré liberarme, cruzo las calles sin mirar, uso recursos para detener el tránsito, minifaldas ajustadas, corpiño a la teta embandejada, pelo largo color girasol y pintura, aprendí a pintarme sola.
   Me dediqué a diferenciar olores, sabía cómo proceder. Entré a un Bar con olor a limpio y a café recién hecho. Mientras esperaba escuché una voz de hombre haciendo su pedido, sentí su mirada y escuché el desplazar su silla. Unos pasos leves de felino, un perfume apenas perceptible, como usan los regios.
   —¿Me permitís sentarme junto a vos?
   Le dije que sí en voz baja, le aclaré que no me dijera su nombre y no preguntara por el mío, como dos desconocidos. Él tincaba dos dedos sobre la mesa.
   —Me parece una idea inteligente, me gusta.
   Escuché al mozo que trajo ambas tazas. Él volcó su azúcar en  medio del café, el sonido y la cucharita, con dos vueltas y ya está. Lo sé hacer pero me traicionaron los nervios y el azúcar volaba y la cucharita cayó al piso. Tuve que confesar mi ceguera, preguntó: —¿Total o parcial?
   Le dije que total, me invitó a su casa en Recoleta. Todas las ventanas daban al Cementerio. Describió las estatuas cinceladas en mármoles centenarios.
   —¿Podés sentir la envergadura de estas obras de arte? Una vez observé el miembro de un hombre, que me dio tanta envidia, que esa misma tarde, con una gubia silenciosa, se lo robé.
   —¿Y dónde está?-Lo pregunté con ingenuidad-.
   Él me llevó la mano hasta su miembro pequeño y frío. Lo quise abrigar, me dio pena y lo puse entre mis piernas, el lugar más caliente de cuerpo. Se le fue entibiando y de a poco creció fuerte y duro.
   Entre ambos jugamos a la casita, él me tocaba el timbre y yo lo dejaba pasar. La alegría que le daban las paredes de mi hogar, hacía que nuestro cuerpos se movieran al ritmo de un cha cha cha, que se escuchaba de lejos.
   —No te sientas mal, pero lo tengo que sacar, está al borde de explotar y quiero que esto suceda sobre tus ojos, tal vez este fluido recupere tu visión. ¿Me ves?
   Y sí, fue un milagro, pude mirar todo, pero le mentí.
    —No veo nada, me pone triste.
   Me partió el alma la cieguita, ella propuso: —¿Y si seguimos jugando a la casita?, si no te incomoda me va mejor el acolchado color malva del living, que está a la derecha del balcón, sobre el futón de terciopelo verde inglés.   

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