La operación fue un éxito, pero dejó una secuela, la
ceguera.
—La sacaste
barata, podrías haber quedado paralítica, cuadripléjica, que carecieras del
brazo derecho. Pérdida de la memoria que fuiste, desde que naciste hasta ahora.
Me parecieron
carentes de sentimientos afectivos, plenos de sentimientos cargados de odio. Yo
era una mujer hermosa, alta, pelo ensortijado, con los accesorios femeninos que
despertaban deseos en todo el género masculino y envidia en las mujeres.
En cuanto
percibían que era ciega, les daba miedo, a lo mejor leía sus miserias internas
y creían que podía ser capaz de matar sin darme cuenta.
Ser ciega,
sumergida en un mundo de sonidos, voces, gustos, oído absoluto, beneficio de
los ciegos. Aprendí a circular con bastón blanco, todos me dan paso y escucho
la señal de la cruz en los rosarios de las Monjas. Me regalaron un perro que me
acompañaba, cuidaba al cruzar la calle o que no tropezara a las personas. Estaba
tan entrenado, que no le quedaba lugar para jugar con otro perro. Su
respiración llegó a molestarme y lo entregué a “Derechos Perros”.
Logré liberarme,
cruzo las calles sin mirar, uso recursos para detener el tránsito, minifaldas
ajustadas, corpiño a la teta embandejada, pelo largo color girasol y pintura,
aprendí a pintarme sola.
Me dediqué a
diferenciar olores, sabía cómo proceder. Entré a un Bar con olor a limpio y a
café recién hecho. Mientras esperaba escuché una voz de hombre haciendo su
pedido, sentí su mirada y escuché el desplazar su silla. Unos pasos leves de felino,
un perfume apenas perceptible, como usan los regios.
—¿Me permitís
sentarme junto a vos?
Le dije que sí
en voz baja, le aclaré que no me dijera su nombre y no preguntara por el mío,
como dos desconocidos. Él tincaba dos dedos sobre la mesa.
—Me parece una
idea inteligente, me gusta.
Escuché al mozo
que trajo ambas tazas. Él volcó su azúcar en medio del café, el sonido y la cucharita, con
dos vueltas y ya está. Lo sé hacer pero me traicionaron los nervios y el azúcar
volaba y la cucharita cayó al piso. Tuve que confesar mi ceguera, preguntó: —¿Total o parcial?
Le dije que
total, me invitó a su casa en Recoleta. Todas las ventanas daban al Cementerio.
Describió las estatuas cinceladas en mármoles centenarios.
—¿Podés sentir
la envergadura de estas obras de arte? Una vez observé el miembro de un hombre,
que me dio tanta envidia, que esa misma tarde, con una gubia silenciosa, se lo
robé.
—¿Y dónde está?-Lo
pregunté con ingenuidad-.
Él me llevó la
mano hasta su miembro pequeño y frío. Lo quise abrigar, me dio pena y lo puse
entre mis piernas, el lugar más caliente de cuerpo. Se le fue entibiando y de a
poco creció fuerte y duro.
Entre ambos
jugamos a la casita, él me tocaba el timbre y yo lo dejaba pasar. La alegría
que le daban las paredes de mi hogar, hacía que nuestro cuerpos se movieran al
ritmo de un cha cha cha, que se escuchaba de lejos.
—No te sientas
mal, pero lo tengo que sacar, está al borde de explotar y quiero que esto
suceda sobre tus ojos, tal vez este fluido recupere tu visión. ¿Me ves?
Y sí, fue un
milagro, pude mirar todo, pero le mentí.
—No veo nada,
me pone triste.
Me partió el alma
la cieguita, ella propuso: —¿Y si seguimos jugando a la casita?, si no te
incomoda me va mejor el acolchado color malva del living, que está a la derecha
del balcón, sobre el futón de terciopelo verde inglés.

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