Estaba abandonada en el rincón donde jamás
se pasa un plumero. Era una bandeja enmarcada en madera. Un vidrio que
reproducía Río de Janeiro con cientos de alas de mariposas tornasoladas. Rompí
el vidrio para acariciarlas y sentir la suavidad. A medida que las tocaba se
iban deshaciendo hasta transformarse en cenizas, un viento repentino se llevó
las cenizas. Quedé muda y sin ilusión. La tía Coca en extrañas coincidencias me
mandó de regalo una caja de madera rococó rosada. Contenía una mariposa
agonizante que todavía aleteada. Estaba prendida a la caja con un alfiler de
esmeralda en el medio.
Cuando fui obligada a mi boda con un Duque
de veinte años mayor que yo. No lo hubiera soportado una sola noche en mi cama.
Cuando pretendió consolidar nuestro matrimonio le clavé en el medio del pecho
el alfiler de la mariposa, que al Duque lo mató.
Ella volaba como por vez primera y yo la
seguí, quería volar como ella, aunque me hiciera polvo en el aire, que no es lo
mismo que te echen un polvo, evidente sin mente.

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