Golpeé la
puerta, Huberto estaba en la ducha, dijo:
—No se puede.
No sé a esta
mujer qué le pasa, si antes de entrar yo a la ducha hizo pis:
—Bueno paso, me
hago encima.
Miro la
bañadera, un oso polar, Huberto seguía produciendo espuma de pies a cabeza. Me
pregunta si ya me fui, le contesto:
—Parece que el
jabón lo regalan, ahorrá, ponete menos.
Después del
portazo me doy cuenta que viene la colonia de baño, luego el perfume, casi no
queda. Se viste y mira el nudo de la corbata y mira el espejo, derecha,
izquierda. Le interesó más su cara que la corbata torcida. Me da un beso y yo
otro. Tiene olor a perfume, no le conozco el olor de su piel. Es una de sus
tantas obsesiones, perfumarse todos los días. Toma su maletín y sale brincando.
No viene hasta la noche. La casa huele tan bien, que hoy escribo, no limpio.
Tengo un
comienzo de ayer, me da el envión para seguir, releer, corregir una y otra vez.
Cuando el dolor de cuello se torna insoportable y la cabeza me pica, abro la
ducha. Busco la esponja y el jabón. No queda más jabón, la esponja está
destrozada y el champú vacío. Me baño con detergente ala, no quedó colonia. Lo
llamé al escritorio:
—Decime Huberto, ¿Vos sos boludo o te hacés?
Me dejaste sin nada para la ducha ─contesta que no se dio cuenta.
Sigo
escribiendo, llega la noche. El mejor momento para las ideas que drenan por la
birome. Huberto llega muerto, pregunta que hay de comer. Le digo que se compre
algo abajo. No puedo cortar esto, después se me va de la cabeza. Comió solo,
llenó la casa de olor a fritanga. A las cinco terminé el cuento. No lo leí para
no suicidarme. Caí como una bolsa de papas en la cama. Huberto se había ido,
dejó una nota en la almohada. “Rita, aprovecho que estás en lo tuyo y me voy al
laburo, hay pilas de cosas que no pude terminar, nos vemos.”
Años juntos, no
me molestó su ausencia.
Tenía la cama
toda para mí, perfumada.

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