El tamborcito me
lo regaló Rita, cuando cumplí dos años y lo escondió mi madre, cuando tuve
cuatro. Aguantó bastante, la pobre. Tenía hermanos antes que yo y después que
yo. El séptimo era el único que tenía ideas, luego fueron ideología, se fue de
casa para no comprometer a todos. Y se lo consideró desaparecido. El hijo
preferido de Mamá, la volvió loca, ausentó su memoria y perdió las palabras.
Papá la llevó a Irlanda y allí viven como si fueran nuevos. Nosotros quisimos
quedarnos con Rita, que había perdido cinco hijos y un marido, en las mismas
circunstancias que mi hermano. Nos recibió en su casa, se encontraba con el
mismo deterioro que ella, la hicimos reparar, agrandamos las ventanas y
achicamos la puerta de entrada. Ignoro la razón.
Cuando cumplí
treinta y tres años pensé que moriría y me pareció bien, muy bien. Pero con
esta mala suerte que tengo, no sucedió. Tía Rita, ahora le decimos así para que
sienta que somos parientes, encontró el tamborcito en nuestra casa primigenia.
—Llegué a
tiempo, sobrino, las ratas parecían dispuestas a comerlo.
Todavía tenía
los palillos, le mostré cómo tocaba con el tamborcito entre las rodillas. Los
redobles conmovieron hasta a mi padre, que para nuestros cumpleaños, nos
visitaba, sin Mamá, que tenía 43° de delirium tremens, y estaba convencida que
nunca tuvo hijos. Descubrí mi vocación y les conté a todos:
—Primero voy a
estudiar batería con un gran Maestro y cuando me dé cuenta que sé, uno sabe
cuándo sabe, le diré al Maestro: good
bye. En esta profesión, hay que saber inglés. Formé un grupo de jazz con tres
amigos. Teníamos conversaciones de músicas, antológicas. Los admiradores nos
llamaban: “Dave Brubeck Quartet”. Nuestro perfil era underground 100%, una
noche, entre el público, encontré a mi hermano desaparecido, que no le avisó ni
a Mamá. Gritaba mi nombre, no lo saludé. Soy un músico con ideas, tengo
ideología, eso me permitió hacer de cuenta que no existía, después de todo era
un desaparecido, hasta de la memoria de mi madre.

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