Cuando viajo a
dedo me pierdo. Entré en un pueblo llamado Bom Principio. Caminé por calles con
olor a pan recién horneado. Luego de caminar esas casas de aspecto medieval, me
perdí. Un señor viejo y encorvado preguntó si no desayunaba con él. Lo vi tan solo
que acepté. Elogié su casa de maderas antiguas, como una casa de cuentos,
flores en macetas colgantes y el resto austero. Dijo que podía recorrer la casa
a mi antojo. Él prefirió su silla hamaca, con un bastón que golpeaba el piso
una y otra vez. Entré, había olor a naftalina con humedad. El aire ausente de
toda brisa. Nadie se trasladaba por la casa. Algo quedó quieto. Entré al
escritorio, tenía una foto del führer con Goebbels brindando con algo. Había
carpetas por orden alfabético, más fotos de convenciones nazis.
Alguien me tocó
el hombro con un bastón, era el señor viejo y encorvado, venía su siesta.
Acordamos que lo visitaría al día siguiente. Llevé mi maquinaria fílmica,
fotográfica, grabador y un bolso invento propio.
Hoy estaba más
achacoso, igual me seguía, al escritorio, al dormitorio, al living de sillones
olvidados de color. Nos despedimos, no pude extender mi mano. Escribí lo
vivido, publiqué las fotos y el señor viejo y encorvado guardaba un parecido
escalofriante con Gustav Adolf.
Mi artículo se publicó en todo el mundo y el
material crecía en seguidores.
Le acercaron un
sobre blanco, debía extraditarse a Estados Unidos. Cuando lo fueron a buscar
tenía el uniforme completo, con gorra y medallas ganadoras. Todo atado con
sogas porque le quedaba grande.
Me vio entre el
contingente, con extrañeza. Yo levanté mi brazo y dije:
─heil hitler. No
sé por qué hice eso ¡Qué sé yo por qué!

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