Yo, tomé ice
cream de chocolate y el café, los dos solos. Mi madre era adicta a la limpieza,
al tejido, a la televisión y al teléfono. Nuestras salidas le aburrían
soberanamente. Era precisa, de mente soberana. Papá opinaba, entre murmullos
cómplices, que mejor ir sin ella, para no disgustarla.
En algunas
ocasiones mutaba en madre sonriente y esposa abnegada. Aceptaba acompañar
nuestra salida. Hablaba todo el tiempo, se quejaba todo el tiempo, de nosotros
todo el tiempo. Que hacía ruido con los sorbetes de mi amado ice cream, el
chocolate era pésimo para mi organismo, estar encorvada era malo para mi
columna. Luego venía el turno de mi padre. La indignaba que tomara café con el
meñique levantado, de ordinario, decía. La corbata azul marino con cabecitas de
bóxer, un bochorno para sí misma y para él, que era un hombre grande.
Papá la miraba,
en realidad miraba la señora sentada tras mi madre y le explicaba, que esa
corbata era inglesa, regalo de su tía Ema, que también levantaba el meñique
para tomar café, té, vino o champán.
Si mi madre,
molesta, partía sin excusas, ponía cara de herida de nada y decía que la comida
estaría lista a las ocho en punto. Pretendía intimidar, con su mano de paloma
nerviosa, llamando un taxi y dejando la memoria del horario.
A mí me ponía
contenta que se fuera. Papá recuperaba el oxígeno y proponía cruzar al cine de
los dibujos animados. Su pasión más alta. Y la mía. Cuando el entusiasmo
superaba el horario de la demente soberana, comíamos unos panchos en el Bar
Jaulita.
Entrando en casa, mi madre hablaba por
teléfono, tejía y miraba tele, todo en simultáneo. No percibía nuestra llegada.
Nunca nos percibió, gracias a dios, si existe y a la virgen, si fue tan virgen,
como decía mi tía Ema, que era atea de nacimiento y odió a mi madre, hasta su
muerte.

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