—Ya revisamos
todo, no hay ninguna libre, en muchas viven hasta tres familias.
Nico miró hacia
abajo, los autos circulaban, los edificios y las casas, igual que antes.
—Sigamos por el
costado del alambrado, la casa está abandonada y rodeada de eucaliptus —dijo
Santos.
Cómo se
acostumbra uno, hace cuatro meses que los dejaron en la calle, les sacaron todo
a la vereda. Ellos tuvieron que prestar declaración, a las dos horas volvieron
y no quedaba nada, hasta el cusquito negro se llevaron.
—Queda lejos,
siendo jóvenes podemos arreglarla y vivir ahí —dijo Nico, con esa voz de viejo
sabio que se le ponía.
Tuvieron suerte,
tapera no estaba, Romerito era constructor y Santos, arquitecto. La estructura
firme, los vidrios enteros!, puertas y ventanas oxidadas pero funcionaban. Nico
daba órdenes y los otros, para que no hubiera fricciones, buscaban los canutos
de pintura y cemento que ocultaban a 2 km más abajo. El mismo día empezaron y a
la semana estaba terminado. Algún detalle, como zócalos, canillas o goznes, los
conseguían las chicas que todavía ocupaban la pensión del pueblo. Los novios
sabían que limpiaban casas, pero así no ahorraban nada. Hacían de putas, buscando
hombres grandes y respetuosos. Ellas ponían las tarifas y juntaron más que
fregando pisos.
La decisión que
tomaron fue un tácito secreto. Nunca hablaron del asunto. Juntaron buen dinero,
un viejo octogenario les regaló una camioneta casi nueva. La cargaron con
elementos de trabajo y provisiones. Partieron a la casa, sabiendo que sus
novios trabajaban de peones golondrinas. Se reunieron los seis, una noche de
verano. Festejaron con champagne estacionado, del abuelo de Nico. Las chicas
prepararon empanadas.
Al día siguiente
comenzaron las refacciones de la casa y el huerto del que provendrían sus
alimentos. Romerito tomó una foto de todos, con el fondo de la casa y corriendo
llegó justo al click. Le hicieron un revelado casero y lo ensartaron en un marco
que encontraron en el fondo de la casa. Los seis habían estudiado y terminado
sus carreras. Les daba risa dónde habían ido a parar.
Sucedieron años,
hubo trifulcas y alegrías. Tuvieron hijos que un día partieron, como hacen los
jóvenes, en busca de vaya a saber qué horizonte. Cincuenta años después, Santos
Junior en su auto nuevo, recorrió el lugar hasta encontrar la casa, estaba
tapera. Empujó la puerta del living, no había nada, sólo un sol que rasaba la
foto aquella, de las tres familias. Todos tenían caras de felicidad recién
nacida.

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