Eran doce
hermanas de la menor a la mayor nacían cada vez más agraciadas. No se podía
controlar a tantas niñas y jóvenes.
Su madre quedó
tan extenuada con las crianzas, pensó que una buena compensación era dormir en
una playa lisa y olvidada semejante a su rol materno. Una noche entreabrió sus
ojos y un mosquito le picó la nariz. Sintió su sombra, era tan sensible como
capaz de encontrar un piojo en los cabellos de cualquiera de sus hijas.
Un día se
produjo el milagro de una especie de fantasma durmiendo a su lado. Durante el
amanecer pudo ver la sombra de un hombre con capa y sombrero de tres picos.
Aquel caballero se acostó en sus ojos tan azules, a ella le sorprendió aquel
color. Se desconoce qué pasó con ambos.
La mujer era
viuda y sus hijas se manejaban con toda libertad, sin la presencia de su madre.
Parece que el caballero caballeroso le compró un castillo a la ahora su amada.
Su generosidad era tan amplia que adquirió seis castillos más, dos para cada
hijastra.
Todas las chicas
advertían sombras diferentes y amenazantes. Decidieron vivir en la playa con
cuatro sendas carpas recién compradas. Parecía una aldea. Las carpas
distribuidas como se les dio en ganas.
En el tiempo
cada una de ellas encontró sus propias sombras. No había tanto misterio, que
todas tuvieron novios, amantes y hasta maridos.
De noche era un
coro de gemidos. Algunas veces cambiaban de parejas, era inevitable. Para eso
están las carpas y las sombras.

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