Nadie sabe bien
lo que pasó con esta niña, ella lo vivió en su cabeza, en su cuerpo. Camila
terminaba de comer y daba vueltas entre festucas y retamas.
Su postre era el
perfume de las retamas.
No era propiedad
de su familia, no tenían jardín ni vecinos. A ella le interesaba conocer un
caserío de tejas, provenían luces de colores en todas las ventanas. Se acercó y
escuchó música con volumen de bandas, había un chico de unos veinte largos —Pasá,
es una fiesta…
Iba a continuar,
pero a Camila se le pusieron redondos los ojos —Mi mamá me mata si se entera,
no quiere que hable con desconocidos, ni que vaya a fiestas.
El chico la miró
con media sonrisa y ofreció acompañarla a la casa. El trecho se hizo largo,
porque a él lo pinchaban las festucas y parecía querer enfilar para la ruta.
Camila lo seguía, como él era mucho más grande, seguro que sabía de alguna
cortada. Los sapos, las ranas y algún gallo solitario hacían un ruido mayor que
el normal. Las festucas se movían sin viento. Camila decidió escapar del chico
que la guiaba, de los cantos de sapos, ranas, gallos y las festucas que se
movían sin viento, tropezó y cayó de cara al cielo.
Había cinco
sombras de chicos que la ayudarían.
Nadie sabe bien
lo que pasó con esta niña.
¿Cuál es el
precio de no saber? ¿Pagan bien?
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