lunes, 27 de junio de 2016

LA NOCHE

                                                                           
    Tuvo dos amantes, que la amaron para siempre. A Estela, no le funcionaba ninguno. Había uno que sí amaba, no tanto “como para siempre”, lo de siempre lo asociaba con la vida principio-fin. A cada uno le daba un tiempo de seis meses, para comprobar que los engranajes estaban en su lugar.
   Estela los disfrutaba y descartaba para deslizar su cuerpo hacia otro amante. Todos admiraban sus zonas eróticas, tenía consistencia de almohadón mullido y ella dejaba que se sirvieran a gusto.
   Con los años, enemigos de la vida, como aprendimos los viejos, se fueron muriendo uno tras otro. Estela no asistió a ningún sepelio. Durante la vejez llevaba flores para cubrir las tumbas de sus amantes. A veces se mareaba, porque las tumbas eran separadas y lejanas. —Tengo que llegar a la de él, no puede ser que no la encuentre.
   Monologaba hasta que depositó las manos en una lápida. Resultó ser la de él, estaba mojada y sintió bajo sus pies que la tumba se movía. Tocó el agua que manaba desde la lápida, tenía el olor del perfume de Estela. Ruidos extraños movieron la parte superior y provinieron dos manos, Estela aceptó y se introdujo.
   Nadie quiere ir al cementerio de noche, se escucha una pareja copulando hasta el amanecer.
   El amante fue dado por finado. Tuvo un ataque de catalepsia, sino fuera por Estela, que ayudó a levantar la tapa, no habría sobrevivido.
                                                  

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