Tuvo dos amantes,
que la amaron para siempre. A Estela, no le funcionaba ninguno. Había uno que
sí amaba, no tanto “como para siempre”, lo de siempre lo asociaba con la vida
principio-fin. A cada uno le daba un tiempo de seis meses, para comprobar que
los engranajes estaban en su lugar.
Estela los
disfrutaba y descartaba para deslizar su cuerpo hacia otro amante. Todos
admiraban sus zonas eróticas, tenía consistencia de almohadón mullido y ella
dejaba que se sirvieran a gusto.
Con los años,
enemigos de la vida, como aprendimos los viejos, se fueron muriendo uno tras
otro. Estela no asistió a ningún sepelio. Durante la vejez llevaba flores para
cubrir las tumbas de sus amantes. A veces se mareaba, porque las tumbas eran
separadas y lejanas. —Tengo que
llegar a la de él, no puede ser que no la encuentre.
Monologaba hasta
que depositó las manos en una lápida. Resultó ser la de él, estaba mojada y
sintió bajo sus pies que la tumba se movía. Tocó el agua que manaba desde la
lápida, tenía el olor del perfume de Estela. Ruidos extraños movieron la parte
superior y provinieron dos manos, Estela aceptó y se introdujo.
Nadie quiere ir
al cementerio de noche, se escucha una pareja copulando hasta el amanecer.
El amante fue
dado por finado. Tuvo un ataque de catalepsia, sino fuera por Estela, que ayudó
a levantar la tapa, no habría sobrevivido.
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