jueves, 23 de junio de 2016

UNIPERSONAL

                                                           
   Se me ocurren ideas nuevas del arte culinario, en cuanto la veo. Creo que nací horneando y me gustó, no sé si soy bueno, soy único. Me disfrazo de contento, pero estoy triste. Mi laboratorio de comidas tiene tan sólo dos ventanas, enfrente hay un ventanal donde sólo miro cortinas que se agitan y alguien que anda y se cae a cada rato. Es un pasillo de aire sin sol, pero con olores tibios. Hay un puente invisible entre las ventanas. Me da vergüenza, pero yo le llevo unos micropanetones rellenos de crema.
   Tarda en atender, entreabre la puerta, toma mi bandeja con ligereza y cierra diciendo gracias, se puso colorada igual a mí. Tenemos algo en común.
   Me anoté en un curso de Gourmet, para conocer el mundo exterior, que se me estaba borrando en el humo de la cocina. En la calle la gente me miraba  y se reía, llegué al curso y tuve miedo del Chef, de mis compañeros, de volver en subte, de volver caminando. Elegí caminar, percibía que me seguían. Yo caminaba rápido y los pasos de atrás se aceleraban, llamé un tacho, sospeché del chofer, sentí miedo XXL, pero me dejó en casa, no me quiso cobrar —Pibe, vos seguí cocinando así. ¡Genio!
   Y se fue a mil. El calor de la casa hacía pensar que era verano, bajé la temperatura por el acaramelado barroco con el engarce de confites de Birmania y macetas de chocolate con margaritas “Pétalos de hostia”. Los elogios me produjeron síndrome de audacia. Toqué el timbre de mi vecina. Entornó y preguntó qué necesitaba. —Te quería invitar a que conocieras mi casa.
   Puso cara de felicidad repentina. Me sorprendieron los volúmenes de mi vecina, para entrar a casa lo hicimos por etapas, primero pasó su escote, repleto de desbordantes tentaciones. Cuando vi esos enormes cuatro culos, pensé que debía calzarme los guantes de mudanza y brindar ayuda para su traslado completo al interior. Todo iba bien con mis empujes, hasta que se trabó en el último trayecto.
   Por suerte tengo frascos de miel de Pompeya, la unté, siempre con guantes, de ambos lados y entró como seda. Admiró tanto el decorado de la cocina, que se comió más de la mitad. Se fue a su casa, porque sigue una serie. Nos besamos las mejillas como despedida. Los hilos de miel de Pompeya no se cortan, atravesaron puertas y ascensores. Cómo me gustaría tener una novia así, con una superficie tan vasta, que podría dormir en su regazo, hecho huérfano con madre nueva. 
                                                                     

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