En el último
viaje llené el auto con cajas de fotos antiguas, mi forma de combatir las
tardes de lluvia, era abriendo las cajas. Encontré cuentas sorprendentes, de
centavos, que pagaron arados, peones y un antecesor del tractor.
Los beneficios a
medida que crecía su fortuna, le daban la tranquilidad de asegurar el bienestar
de sus hijos. Tendrían estudios y dejarían de jugar toda la tarde a la pelota.
La carpeta estaba
cerrada al descuido, a diferencia de un alto de expedientes, puestos en una
caja solitaria.
La lluvia se
detuvo, el arcoiris parecía señalarme la caja solitaria, comencé a leer, era una
escritura de cuentas. En ella yo era única heredera de propiedades
sorprendentes, aquí y afuera,
El abogado primero
me miró como a una hormiga y luego me vio princesa. Hice el cálculo, quedé con
la mandíbula inferior a la altura del ombligo. Durante la ceremonia tribunalesca
me fueron entregadas las llaves de todas mis propiedades, un aro de bronce, del
cual pendían imágenes barrocas de cada llave. Me dieron ganas de permanecer
escondida.
El abogado,
chiquito y extraño, lucía una ropa exótica, corbatón con palmeras y mujeres
hawaianas bailando hula hula. Finalmente me invitó a comer con champán para
celebrar los resultados, teníamos buena comunicación, él me miraba, no como un
banco, sino como se debe mirar, con los ojos bien profundos. Y por esa mirada
inquietante, hoy, estamos en nuestra casa de Cancún, rascándonos el ombligo
todo el día. Hace dos noches fuimos a una guardia, porque teníamos infecciones
importantes entre el ombligo y sus adyacencias. Antes vivíamos sin ropa, pero
apareció mucho vecino que ve mal cómo vinimos al mundo.
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