—La hice con mis
manos, respondiendo a la casa de tus sueños, querías escaleras, un mirador, una
habitación cerrada sin puertas ni ventanas, decías que era imprescindible un
espacio vacío, eludir cualquier intromisión que existiera y nadie supiera la
razón, el secreto que hasta vos ignorabas.
Ruth le habló de
espaldas, —Pasaron cinco años, pienso diferente, hasta mis secretos van tan rápido,
que termino por olvidarlos.
El constructor
miraba la obra terminada, sus manos callosas ásperas, cicatrices, raspones,
dedos machacados. Ruth merecía esas improntas, le salvó la vida en
oportunidades, lo crió y le enseñó. Ella dijo que esa casa no era para ella.
Se avecinaban
ataques nucleares, había que protegerse de los nucléolos o buscarían amparo en
su casa. Ella no podría negarse, vería tal horror en los ojos de ellos, que los
dejaría entrar. Para que descansen sus núcleos y después, que salieran a librar
sus batallas. —Vos sabés, estoy segura. Quiero una casa soterrada, cuatro
metros bajo tierra y una ventana con vidrios antimisiles. Poder mirar cuando
lleguen y socializar con la idea del exterminio. Vos sabés, estoy segura,
quiero estar presente en el final.
—Lo que quieras,
como quieras, cuando quieras, Ruthy.
Así lo hizo, por
ella, no por sus pronósticos tanáticos.
Bajaron juntos,
le pidió quedarse, Ruth dijo un sí instantáneo. Ninguno habló, pero los
temblores iban en aumento. La vieron, una nave se dirigió a la ventana para
atravesarla.
Él le puso la
pastilla a Ruth, ella hizo igual con él.
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