Mosquitos de
picos agudos y cuerpos más gruesos que el mosquito tradicional. De noche no se
podía estar afuera porque te morfaban vivo. La vieja hizo poner tantas
espirales adentro que faltaba oxígeno para respirar. Hacía una década que
atendíamos a la vieja y a la casa de la vieja. Todas queríamos ese lugar,
parecido a un claustro en el medio de Bs As.
Muros seguros y
árboles de magnolia, madreselvas, jazmines y espliego. Nos sentábamos en los
atardeceres en sendos bancos y el olor de las flores y una pérdida de agua le
daban sonido al sol que deseaba quedarse.
—Hey haraganas,
quiero ir al jardín con ustedes.
La llevábamos
igual, a pesar de mandarnos con voz de gallineta.
Cuando empezó lo de los moscos la olvidábamos
afuera, era inconsciente, deberían canonizarnos por ser tan buenas con la mala.
Corríamos a buscarla, parecía que tenía viruela, se rascaba con el peine
mientras exigía —Quiero helado de limón ¡Ya!
Le alcanzábamos
agua con limón, para la vieja era lo mismo. Un atardecer volvimos a olvidarla
en la galería. Cerramos la casa, nadie prendió espirales. Nos pusimos Off y los
moscos nos ignoraron.
La encontramos a
la mañana, tarde, se la comieron los moscos. Nos dimos cuenta porque sólo
quedaron la ropa y los huesos. Hicimos fuerza, pero no pudimos llorar. Por
unanimidad elegimos el aljibe. Le dimos sepultura vertical, con caída libre,
tardó veinte minutos en llegar al fondo. Se escuchó un splash, hondo, lejano.
Festejamos con
un Ye Monks que tenía la vieja avara bajo su cama. Nos pusimos beodas, antes de
caer en nuestras camas pedimos perdón a Dios. Él perdona a todos los gobiernos
del mundo, entre otros miasmas.
¿Porqué no a nosotras? Los moscos no
volvieron, sobrevolaban la casa eructando con olor a la vieja. Hasta a ellos les
resultó indigesta.
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