Tocó su piel
blanda, los huesos con protuberancias y apolillados. Se quiebran de nada, dijo
la Dra Osteoporis. Al salir se miró en el espejito de la cartera, donde fue
reemplazado con una foto de ella joven. Caminó con alegría.
Tocó su piel
tensa, suave, su cara de gesticulaciones leves. El rodete que anoche se deshizo
en la espalda de alguien.
Desayunó frente
al espejo y se hablaba a sí misma. Tocó el uniforme de trabajo, con el mantra,
no quiero ir…no quiero ir…no quiero ir. Giraba
en el micro, giraba en la puerta de entrada, giraba haciendo su tarea. Perdió
el equilibrio, un hombre que la ayudó a incorporarse y se negó a invitarla con
un café. Ella se sorprendió, no supo qué esperaba de un hombre que tan sólo la
puso de pie.
Cuando abrió la
puerta conoció al Presidente de la Empresa, era el hombre. Tocó los papeles que
él le extendía, donde él apoyó su mano, estaba tibio. También le dio una
servilleta —Esto es para usted, lea esas palabras.
Tocó la piel
gelatina, las ventanas de sus huesos, la soledad, su única compañera, la
cabeza, caja del pensamiento que existe y después piensa. Llovizna en la plaza,
metió la mano en el bolsillo y tocó una servilleta, secó su cara. La miró de
cerca, era una carta de amor, las letras estaban corridas. Tocó la palabra
quiero y una fecha diluída. La servilleta del hombre, que ella jamás leyó.
Tocó el papel
mojado, hizo una pelotita que dividió en dos. Las introdujo en sus oídos para
descansar de los sonidos citadinos.
Un anciano le tocó
el brazo y la invitó a tomar un café. Preguntó por su carta —“Tan afectuosas
sus palabras, tan oportunas, que llevo una mitad en cada oído” -…Era el hombre-.
Tocó su hombro y
éste se derrumbó en el piso.
Ella lo ayudó de
inmediato, ahora él caminaba colgando de ella. Buen tiempo les tocó. Había sol.
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