domingo, 4 de junio de 2017

MORA NO MATO

  
   Subimos de piedra en piedra. Harriet iba detrás de mí. Era alemana y mandona, yo sumisa con la visita exótica, me gusta la contención para el que viene di fora.
   Llegamos a la punta de Saco do Forno y ella posó su manaza en mi espalda y me empujó.
   Cuando encontré que las olas me arrojaban de un lugar a otro, hasta una piedra, miré mi cuerpo lastimado por donde viese. Una de las oleadas me plasmó en una piedra y se quedó con un pedazo de cuero cabelludo.
   Ascendí como pude, encontré un sendero prodigioso, le hice un camino de sangre. Un pescador, me curó las heridas como un catedrático. Reposé en su cabaña, la esposa se ocupó hasta que pude andar sobre mis piernas, —¿No saben nada de Harriet?
   Nadie sabía. Volví a mi cabaña canuto en un agujero del mato. Aseguro que yo veía todo, pero a mí, nadie podría. Rompí dos scholitas recorriendo las aldeas más cercanas. Preguntaba por ella, nadie sabía, siquiera, de su existencia. Recordé algo confuso que decía mi abuela confucista. “Si estás en un lugar buscando alguien y no encontrás a nadie, seguro que siguiendo hacia el Este, la encontrarás”.
   La línea que formaba al andar marcaba las piedras de Saco do Forno. Harriet, en la punta más elevada de las piedras, llegué hasta ella en segundos, gracias al camino prodigioso.
   Le posé mi mano en su espalda, pensé que debía obrar con sigilo, la empujé. Las olas me impidieron escuchar su caída.
   Nunca volví a Saco do Forno, tenía dos razones, ella y yo.
                                        

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