Subimos de
piedra en piedra. Harriet iba detrás de mí. Era alemana y mandona, yo sumisa
con la visita exótica, me gusta la contención para el que viene di fora.
Llegamos a la
punta de Saco do Forno y ella posó su manaza en mi espalda y me empujó.
Cuando encontré
que las olas me arrojaban de un lugar a otro, hasta una piedra, miré mi cuerpo lastimado
por donde viese. Una de las oleadas me plasmó en una piedra y se quedó con un
pedazo de cuero cabelludo.
Ascendí como
pude, encontré un sendero prodigioso, le hice un camino de sangre. Un pescador,
me curó las heridas como un catedrático. Reposé en su cabaña, la esposa se
ocupó hasta que pude andar sobre mis piernas, —¿No saben nada de Harriet?
Nadie sabía.
Volví a mi cabaña canuto en un agujero del mato. Aseguro que yo veía todo, pero
a mí, nadie podría. Rompí dos scholitas recorriendo las aldeas más cercanas.
Preguntaba por ella, nadie sabía, siquiera, de su existencia. Recordé algo
confuso que decía mi abuela confucista. “Si estás en un lugar buscando alguien
y no encontrás a nadie, seguro que siguiendo hacia el Este, la encontrarás”.
La línea que
formaba al andar marcaba las piedras de Saco do Forno. Harriet, en la punta más
elevada de las piedras, llegué hasta ella en segundos, gracias al camino
prodigioso.
Le posé mi mano
en su espalda, pensé que debía obrar con sigilo, la empujé. Las olas me
impidieron escuchar su caída.
Nunca volví a
Saco do Forno, tenía dos razones, ella y yo.
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