miércoles, 31 de enero de 2018

ACIREMA


   América comenzaba con su escoba a las cinco de la mañana, barría su vereda, la de al lado, la subsiguiente, hasta llegar a la esquina.
   —Es un pecado esta cuadra, no se barre hace milenios.-Pensó América y seguía limpiando-.
   No podía parar, hacía toda la manzana, cuando llegaba a la vereda de su casa, decía: —Ésta es la más impecable, sin duda.
   No tenía flia, América, parecía nacida de bulbo, ni ella sabía cómo había llegado hasta este mundo, que siempre le pareció inmundo, de ahí la limpieza compulsiva. Cortaba las entradas de las viviendas dos veces por semana, a veces llegó a la plaza. La máquina futurista le cayó del cielo en medio de su jardín. Entraba en todas la propiedades y enceraba, cambiaba la ropa blanca, las cocinas y los retretes le producían fotofobia, por eso, América comenzó a limpiar los interiores con lentes oscuros.
   Un día, que le pareció una bendición, porque llovía tanto, durante tantos tiempo, que baldeaba todos los días sin mangueras ni baldes. Le tomó un resfrío, anginas, dolor de huesos y fiebres deliberativas. Salió el sol, América, arrastrando lo que quedó sin enfermar, salió a la puerta de calle. El césped medía un metro y medio. Los árboles cayeron y rompieron paredes. El aspecto de las casas, era adobe mojado, el puro barro.
América recuperó la memoria perdida en sus afanes de olvidar por fregar. Hacía más de cien años que el pueblo estaba abandonado. Todos se fueron con algunas pertenencias, no se sabe dónde ni cómo ni por qué.
   América estaba durmiendo la siesta, por eso no se enteró.
                                     

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