América
comenzaba con su escoba a las cinco de la mañana, barría su vereda, la de al
lado, la subsiguiente, hasta llegar a la esquina.
—Es un pecado
esta cuadra, no se barre hace milenios.-Pensó América y seguía limpiando-.
No podía parar,
hacía toda la manzana, cuando llegaba a la vereda de su casa, decía: —Ésta es
la más impecable, sin duda.
No tenía flia,
América, parecía nacida de bulbo, ni ella sabía cómo había llegado hasta este
mundo, que siempre le pareció inmundo, de ahí la limpieza compulsiva. Cortaba
las entradas de las viviendas dos veces por semana, a veces llegó a la plaza.
La máquina futurista le cayó del cielo en medio de su jardín. Entraba en todas
la propiedades y enceraba, cambiaba la ropa blanca, las cocinas y los retretes
le producían fotofobia, por eso, América comenzó a limpiar los interiores con
lentes oscuros.
Un día, que le
pareció una bendición, porque llovía tanto, durante tantos tiempo, que baldeaba
todos los días sin mangueras ni baldes. Le tomó un resfrío, anginas, dolor de
huesos y fiebres deliberativas. Salió el sol, América, arrastrando lo que quedó
sin enfermar, salió a la puerta de calle. El césped medía un metro y medio. Los
árboles cayeron y rompieron paredes. El aspecto de las casas, era adobe mojado,
el puro barro.
América recuperó la memoria perdida en sus afanes de
olvidar por fregar. Hacía más de cien años que el pueblo estaba abandonado.
Todos se fueron con algunas pertenencias, no se sabe dónde ni cómo ni por qué.
América estaba
durmiendo la siesta, por eso no se enteró.
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