sábado, 27 de enero de 2018

GUARDA CON QUIÉN


   Fuimos al azogue a comprar carne. Las medias reses colgaban de ganchos dando al exterior. Las moscas invadían el aire, la carne, el empedrado. Un consejo, no viajar jamás con tres minas y ser el único hombre. Diana mandó: —Si vas al pueblo, traé un pedazo de carne, cualquiera, sin moscas. Hay una Casa de Cambio, te vas a dar cuenta porque tiene ataúdes con volados de tul y lentejuelas, son para los querubines que mueren temprano. Allí te cambian, te doy cien dólares.
   —Bueno, bueno, pará ahí, si seguís con la diatriba van a cerrar todo.
   Silvia se levantó al mediodía y preguntó qué íbamos a comer hoy.
   —Mauricio, yo no sé cocinar y las chicas que galopan la fazenda, tampoco saben, me parece que no hay otro remedio que cocines vos.   Tenía ganas de ir por los pequeños ataúdes, para comprar alguno y llenarlo de muñecos, a mis sobrinas les parecerá re-cool.
   Me aterraban las perversiones de aquella mujer, pero era la única que no temía a los ofidios y hasta jugaba con ellos. Las otras dos regresaron por el terror que les daban las víboras, reptando por las columnas de las galerías. Yo, el encargado de aquel predio, las llevé hasta las lanchas, con todo gusto, no soportaba más sus grititos histéricos y la competencia por mi persona.
   Silvia despidió a sus amigas, prefirió el aire de la selva. Ayudaba a los gaúchos, en las tareas diarias. Aprendió a extraer el veneno de las corales y otras especies. Algunas dormían a sus pies y de vez en cuando se acostaba conmigo.
   Silvia mandó un pen-drive, al National Geographic, fue contratada. Recibió propuestas de todo el mundo, pero eligió volver a Nazareth da Farinha, extrañaba a Mauricio y a sus queridos ofidios que la reconocieron. Mandó a sus sobrinas un ataúd de tules policromáticos, con sus víboras flúor. Las niñas consideraron persona no grata a su Tía.
   Lloró muchos días Silvia. Le compré la casa de los ataúdes y la transfomé en un serpentario con todas sus comodidades. Silvia creyó en una propuesta de casamiento y tomándome del cuello, dijo: —Sí, sí, sí me caso.
   No le dije nada, pero ni se me cruzó por la cabeza, la idea de ella. Después de todo casarse es una boludez. Le di el gusto. En lugar de anillo, le hice el mejor regalo de su vida, una anaconda.
                                                

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